Fernando Mires – HOMO POLITICUS

 

Los acontecimientos continúan sucediéndose. En la noche en que escribo estas líneas, Kiev está rodeada por los tanques de Putin. Nadie sabe lo que pasará mañana. En las Naciones Unidas los representantes de cada país pronuncian discursos que quedarán para la historia pero no la cambiarán. Ursula von der Leyen, comisionada de la UE, planteó claro el dilema.

Ucrania está a punto de caer en las manos de Putin, un agresor cuyo equivalente más cercano solo puede ser Hitler. Lo más probable es que Ucrania no sea un episodio aislado en el mar de la historia. Habrá un después de Ucrania y en ese después el mundo seguirá atravesado por una contradicción que es la misma que llevó Putin a atacar a Ucrania. Esa es la contradicción que hoy se presenta -en las palabras de Biden que Ursula von der Leyen hizo suyas- entre autocracias y democracias, entre estados que se rigen de acuerdo al derecho constitucional e internacional y gobernantes que intentan imponer la ley de la selva. Esa contradicción es a su vez también la misma que en términos antropológicos ha impregnado a toda la historia de la humanidad. Es la que se ha dado y sigue dándose entre la civilización y la barbarie.

La historia no tiene porque ser diferente a sus actores. Así como en cada ser humano laten los impulsos más agresivos y las ideas más sublimes, así ocurre en el alma colectiva, constatación que hizo decir a Kant que, aunque si fuéramos ángeles necesitamos de una república asentada sobre la base de leyes. El economista A. O. Hirschman, reviviendo la constatación kantiana, sugirió que el progreso de la humanidad solo ha sido posible gracias a la conversión de las pasiones en intereses. Pesimista como era, Hirschman pudo percatarse, además, que las pasiones lograban disfrazarse cada cierto tiempo bajo la forma de intereses para terminar imponiendo su hegemonía sobre otras instancias del ser. En cierto modo Hirschman rearticulaba una idea sugerida por Freud, a saber, que el Yo racional es el resultado de una conflagración entre nuestros impulsos primarios – entre ellos el de matar– anidados en las capas superiores del Ello y los de nuestros ideales, encapsulados en el por Freud llamado “aparato” del Sobreyo. De esa conflagración comenzó a surgir esa línea mediadora que es nuestro Yo de cada día. Un Yo que debe coordinar entre nuestra naturaleza más arcaica y el mundo de la razón, tarea que demanda tanto trabajo que en algunos termina por ocasionar un profundo malestar. Es el que Freud llamó, Malestar en la Cultura. Tesis muy conocidas y que aparentemente nos llevarían a contradecir las teorías evolucionistas de Charles Darwin, no en el sentido de que la humanidad avanza desde formas simples a más complejas, sino en que las primeras no han sido superadas por las segundas.

Hay dos modos de entender a Darwin. Podemos hacerlo de un modo mecánico, que es el que se enseña en las escuelas secundarias, o podemos entenderlo de un modo dialéctico.  Marx, que como Hegel era dialéctico lo entendió así hasta el punto que pensó dedicar El Capital al evolucionista británico. Al final, tal vez para no meterse en bretes, optó solo por enviarle como regalo su monumental obra. Nunca se supo si Darwin la leyó.

Desde el punto de vista dialéctico, el humano no habría sustituido sino solo superado al mono de tal modo que el mono continuaría viviendo al interior de cada humano, domesticado por el poder de nuestra razón e inteligencia. O dicho así: nuestra civilización, surgida de la más oscura noche de la barbarie, no habría anulado ni sustituido a la barbarie sino simplemente integrado de modo subordinado al interior de la civilización.

En términos darwinianos, las mutaciones cambian o modifican el curso del desarrollo de las especies, pero no eliminan las fases primarias, simplemente las transportan a nuevos estadios. Por lo mismo, ni como seres individuales ni como seres colectivos estamos libres de caer en los pozos de la barbarie más primaria. Ahora bien, justamente, para evitar esas caídas, nos hemos inventado las religiones, después la moral codificada o civil, y finalmente las leyes y las constituciones por las que regimos los actos de nuestra vida en ese espacio que a falta de un nombre mejor denominamos sociedad. En términos antropológicos, el homo sapiens no había suprimido al neandertaler sino, de acuerdo al conocido postulado de Yuval Harari, a vivir junto con él, o más todavía: con él y en él, integrado en nuestra propia naturaleza. Pero ese bárbaro maltratado por la civilización y la cultura se niega a desaparecer y cada cierto tiempo asoma su desobediente cabeza, sin borrar del todo a la civilización sino -y este es el caso de los grandes criminales de la modernidad como Hitler, Stalin y Putin -sirviéndose de alguno de sus logros, sobre todo de la ciencia y de la técnica– para imponer su ideal supremo: el regreso a la barbarie. Si quisiéramos definir a Putin en una fórmula física habría que escribir entonces: A+BA =P (Atila, más bomba atómica, igual Putin)

Como la historia no está determinada por nada diferente a su propia autoreproducción, las mutaciones experimentadas a través de su curso han sido casi siempre resultados de casualidades o errores, vale decir, de hechos no previstos. Y bien, una de esas invenciones ha sido la democracia, la que no habría sido nunca posible si no hubiéramos inventado antes a la política, pues la democracia no es más que una forma de la política.

De la política en la polis nació la democracia a la que podemos definir provisoriamente (toda definición es provisoria) como un orden político reglamentado por el derecho público y privado surgido de la discusión y del debate público en el espacio de un territorio llamado nación. El estado-nación, sería, a su vez, la nación jurídica y políticamente constituida. Esa constitución de cada nación es la que explicaría, entre otras cosas, porque entre dos naciones políticas y democráticas nunca ha habido guerra. Lo que no quiere decir que entre dos naciones democráticas no surjan antagonismos. Quiere decir simplemente que esos antagonismos son regulados por dispositivos racionales (órganos discutitivos o parlamentarios) del que carecen las naciones no democráticas.

Las guerras, o confrontación no política, surgen siempre entre naciones no democráticas, o entre una nación no democrática y otra democrática. Disculpen, pero es así. Ha sido siempre así. Y eso quiere decir que, para vivir en paz, no solo requerimos de instituciones republicanas civilmente reglamentadas como ocurrió en la antigua Roma, sino de instituciones que regulen interna y externamente las diferencias a través del debate discursivo, como ocurrió en la antigua Grecia.

Cuando hay diferencias entre naciones no democráticas prima la hegemonía de la guerra por sobre la política. Para decirlo con ejemplos subjuntivos: Si Rusia o Alemania, Serbia o Austria, hubiesen estado dotadas de instituciones democráticas no habría sido posible la primera guerra mundial. O si Hitler no hubiera logrado destruir el legado democrático de la república de Weimar, no habría habido una segunda. Y si en Rusia, la revolución democrática iniciada por Gorbachov y Jelzin no hubiese sido traicionada por Vladimir Putin, no estaríamos al borde de la tercera guerra mundial. Frente a la Rusia de Putin ha fracasado la diplomacia y la política internacional. Si en Rusia no se hubiese impuesto el autocratismo putiniano sobre la débil democracia que sucedió al fin del comunismo, hoy habría distensión en el mundo y Ucrania, convertida en nación independiente y soberana, se aprestaría a vivir en paz y en democracia como cualquiera otra nación de Europa.

De acuerdo al discurso de Putin, la agresión a Ucrania es una respuesta a la expansión de la OTAN cerca de sus fronteras geográficas. En ese sentido Putin pasará a la historia (vamos a suponer que la historia continuará después de Putin) como un manipulador superior a Hitler y a Stalin. No fue en efecto la expansión de la OTAN lo que llevó a la amenaza putinista, sino esta -materializada en genocidos como los de Chechenia o Georgia, o apropiaciones coloniales como en Bielorrusia y Siria- lo que ha llevado a la expansión de la OTAN.

No obstante, en un punto tiene razón Putin. No la NATO, ni siquiera las instituciones públicas occidentales son exportables. La democracia es expansiva, incluso imperialista, aunque no quiera serlo (Michael Ignatieff nos habla incluso de un imperialismo democrático). La realidad lo muestra así. Los jóvenes rusos no miran hacia el pasado arcaico de la Rusia de Putin sino hacia el mundo occidental. Miles de ciudadanos que viven bajo dictaduras o autocracias solo anhelan vivir en los países democráticos del occidente político. Visto así, una democracia como la ucraniana, habría sido para la autocracia rusa tan intolerable como fue la vecindad de la Alemania Democrática para la Alemania Comunista. Nadie quería atravesar el muro hacia el lado oriental. Eso lo sabía hasta ese oscuro y alcoholizado espía llamado Vladimir Putin, cuando vivía en la Alemania comunista. Ucrania, fue quizás su deducción, no debía ser nunca democrática como lo fue Alemania Occidental. Y si llegaba a serlo, debería ser destruida. La democracia es y será siempre un mal ejemplo para los dictadores.

No se trata por supuesto de que en las naciones occidentales habitan ángeles democráticos. La democracia está tejida sobre una frágil estructura y en cualquier momento puede ser destruida, eso lo sabemos todos..En los propios EE UU, el trumpismo, no solo el de los republicanos, rinde culto a Putin. No hablemos de América Latina donde la anti- democracia suele tomar formas masivas (o populistas). Putin como Hitler y Stalin ayer, ha captado que el homo politicus, producción exquisitamente occidental, no ha asegurado su hegemonía en Occidente, vale decir, que la historia es perfectamente reversible, si no hacia el pasado, hacia otro mundo social y políticamente peor al que conocemos.

El homo politicus es un proyecto, y no tiene ningún lugar asegurado en el futuro. Tampoco está escrito -eso sería darwinismo puro– que todas las formaciones sociales deben avanzar necesariamente desde el homo sapiens al homo politicus. Hay por ejemplo una gran nación llamada China que nunca ha conocido algo parecido a la democracia. China evoluciona, pero hacia otros lindes que no tienen nada que ver con los del mundo occidental. Así lo entendió perfectamente Henry Kissinger después de sus conversaciones con Mao. “China tiene otra historia, dejemos que ellos vivan la suya y nosotros la nuestra, al fin no somos vecinos y no tenemos por qué saludarnos todos los días”, fue tal vez la pragmática conclusión del gran historiador y ministro de Nixon. Distinto es el caso de Rusia, nación que tiene puesto un ojo en la democracia europea y otro en el despotismo asiático. Cuando Rusia (me refiero a sus representantes) ataca a Ucrania, en el fondo lucha consigo misma. Y eso la hace más peligrosa. Pero sobre todo, más impredecible.

Las democracias de Occidente deben aprender a dirigirse y activar a la parte democrática que late en Rusia, pero al mismo tiempo a defenderse de una barbarie despótica, como es hoy la putinista. Tarde, pero necesariamente, Europa Occidental ha entendido que la democracia liberal no puede ser liberal con sus enemigos. Que así como necesitamos dentro de la polis no solo a la polí-tica sino también a la poli-cía para defendernos de nuestros propios bárbaros, necesitamos también de los ejércitos para defendernos de los eternos Atilas que desde fuera nos asolan.

¿Y si el bárbaro -en este caso Putin- nos amenaza directamente y desde un comienzo con el exterminio atómico? A veces hay que aceptar y decir que frente a determinadas preguntas no podemos tener siempre una respuesta inmediata. El homo politicus no responde siguiendo sus intuiciones sino de acuerdo al orden que imponen los hechos, tal como ellos se van dando. Estamos efectivamente frente a un desafío inédito en la historia universal y sobre ese tema tenemos que seguir pensando y discutiendo de un modo muy intenso.