El 24 de febrero Vladímir Putin invadió Ucrania. Había asegurado públicamente que no tenía intención de hacerlo, pero más tarde se supo que el 18 de enero ya había decidido la invasión. Los esfuerzos de Macron por dialogar y alcanzar acuerdos no podían tener ningún éxito, y, sin embargo, es preciso dejar constancia de que recurrir a la deliberación y al diálogo en lo posible es la tarea que cumple al hombre que —como diría Max Weber— tiene vocación política, mientras que la mentira sistemática es el recurso del tirano acostumbrado a manipular todo en beneficio propio, empezando por la palabra, con lo cual destruye toda posibilidad de generar confianza y una convivencia justa. Decía Lenin que la confianza es buena, pero el control es mejor, y, sin embargo, sin una confianza básica es imposible un mundo humano.
Naturalmente, tras el atropello proliferaron las especulaciones sobre los motivos de Putin para destrozar un país que, con todas sus complejidades, vivía en paz, y afloraron el afán de recuperar el mapa de la antigua Unión Soviética, evitar la ampliación de la Unión Europea y frenar la expansión de la OTAN, vengar antiguas humillaciones, o demostrar que se es un vozhd, un jefe o caudillo, como dijo de Putin Juan Francisco Fuentes en las páginas de este diario hace algún tiempo. Pero conviene recordar que estos, sean los que sean, son motivos subjetivos, no razones. Los motivos permiten comprender hasta cierto punto las actuaciones de los individuos, pero no las justifican, porque para justificarlas se necesitan razones, argumentos sobre los que sea posible discutir y que se puedan aceptar o rechazar. Ninguno de los motivos mencionados es una mínima razón para destrozar un país pacífico, pero lo que los hace más peligroso es que son los de un autócrata con un notable poder.
La palabra autocracia es un tanto críptica, pero el diccionario de la RAE expone su significado con mucha claridad: forma de gobierno en la cual la voluntad de una sola persona es la suprema ley. Por desgracia, la brutal agresión de Putin es una prueba más de que uno de los grandes desafíos de nuestro siglo es el empoderamiento de las autocracias y el debilitamiento de las democracias, como si no hubiéramos aprendido nada del sufrimiento que causaron las del siglo pasado, de ese “mundo de ayer” del que hablaba Stefan Zweig.
Ante la masacre, ya inevitable, la primera pregunta es qué hacer y no cabe sino apoyar al pueblo ucranio a fondo perdido con todos los medios disponibles, desde sanciones a Rusia, armas y, por supuesto, acogiendo a los refugiados. Pero también aprender de algunas buenas noticias: el valor del pueblo ucranio, sea cual sea el final de la contienda, ha mostrado que la resistencia valerosa ante los tiranos resulta fecunda, y, en una línea muy semejante, las protestas que han surgido en el pueblo ruso con ese “no en mi nombre” de quienes rechazan identificarse con el caudillo. Esa es la verdadera herencia de la tradición de Dostoeivski, Tolstói Grossman.
Pero hay una noticia que concierne especialmente a la Unión Europea: se dice que ha nacido la Unión Europea Geopolítica en ese orden internacional que ahora lideran Estados Unidos y China, con Rusia al fondo. La Unión Europea ha tomado conciencia de su responsabilidad como protagonista en el orden mundial y, por tanto, ha de estrechar la unidad interna y las relaciones externas, asumir una política exterior común, buscar la autonomía estratégica para no depender de otros en productos vitales, como los sanitarios o las fuentes de energía —cero gas de Rusia—, o reducir la burocracia inmisericorde.
Pero lo que da sentido a estos mecanismos son los valores éticos por los que la Unión Europea optó desde su creación: la defensa de una democracia vigorosa, a la vez liberal y social, que apuesta por los derechos de las personas concretas, por su irrenunciable libertad, y nunca por las colectividades asfixiantes que matan la vida, pero es consciente también de que la libertad no se conquista en solitario, sino en solidaridad con las demás personas, que son iguales en dignidad y ciudadanas de un mundo común. Libertad, solidaridad e igualdad son esos valores irrenunciables, que compartimos con los demás países democráticos, y muy especialmente con los de América Latina. Frente al comunismo capitalista chino, evidentemente autocrático, y frente al neoliberalismo estadounidense, el socialismo liberal o el liberalismo social es la mejor opción.
Sin embargo, no se trata de reproducir una lucha de civilizaciones que enfrenta los valores de Occidente a los de Oriente, porque tal cosa no existe. Existe el enfrentamiento entre los valores de las democracias y las autocracias, sea cual sea su situación geográfica. Japón, Corea del Sur o Taiwán cuentan entre las primeras, Rusia, China, Venezuela o Nicaragua, entre las autocracias. Construir un mejor futuro exige promover los valores democráticos, con palabras, pero sobre todo con hechos, demostrando que creemos en ellos porque ofrecen posibilidades de una vida más plena que los valores autocráticos. Y es que en la configuración de las instituciones políticas, jurídicas, económicas y sociales de cualquier sociedad se encarnan siempre unos valores éticos y es decisivo que sean unos u otros. Las democracias han de contar con instituciones sólidas, con una ciudadanía madura, capaz de discernir, con políticos responsables y veraces.
Uno de esos valores europeos es la hospitalidad, que afortunadamente se ha activado ante el éxodo de los refugiados ucranios con una medida sin precedentes por parte de la Unión Europea de apoyar el traslado y la acogida en países de la Unión de cuantos se ven obligados a salir de Ucrania a causa de la guerra. Es una espléndida medida de solidaridad, a la que se han sumado organizaciones solidarias, voluntarios y familias de acogida. Según las previsiones, el número de refugiados puede alcanzar los cuatro millones, una cifra que están preparándose para asumir los distintos países de la Unión. Qué duda cabe de que la solidaridad une.
Sin embargo, algunas voces se han alzado acusando a la Unión Europea de dar un trato muy diferente a los refugiados e inmigrantes procedentes del norte de África. Hace décadas que también huyen de la guerra y la miseria, pero mueren a diario y cuando llegan a nuestros países la integración es sumamente compleja. A mi juicio, las críticas tienen razón, pero sólo en parte, porque no se trata de restar fuerza a una experiencia de solidaridad sumamente valiosa y fecunda, que está salvando vidas y evitando sufrimiento, sino de extenderla. Y sobre todo de poner sobre el tapete que el problema de asilo y refugio es un desafío local y global tan urgente al menos como la pandemia o el cambio climático, aunque sea menos célebre.
Bien lo sabe la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) que conoce una infinidad de migraciones, como la de los más de seis millones de venezolanos que han abandonado en los últimos tiempos su país.
¿No tendrían que ocuparse de ello esa inmensa cantidad de organismos nacionales e internacionales que ni resuelven los problemas en los países de origen ni posibilitan la integración de los desplazados en los países de llegada? ¿No estamos demostrando con este olvido de los más vulnerables que en Occidente y en Oriente estamos bajo mínimos de humanidad? (El País)
Adela Cortina es catedrática emérita de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, directora de la Fundación ÉTNOR y autora de Ética cosmopolita (Paidós).