Todo el mundo sabe que un siglo no dura lo mismo en todas partes. En Europa, por ejemplo, el siglo XX fue extraordinariamente corto: comenzó en 1914, con el asesinato de un archiduque, y terminó en 1989, cuando los berlineses se armaron de picos y martillos para echar abajo una pared de piedra (y muchas de las cosas, aunque no todas, que esa pared simbolizaba). En América Latina, donde a veces parece que hasta el tiempo se cuenta distinto, el siglo pasado comenzó en 1898, cuando Estados Unidos intervino en la guerra de independencia de Cuba, le apostó a la derrota de España y se instaló como potencia imperial en el corazón del continente. Tres años antes había muerto en las sierras de la isla José Martí, un poeta de espíritu romántico que decidió tomar las armas sin saber manejarlas y murió de tres tiros —en el pecho, en la pierna y en el cuello— tras una maniobra inexperta. Dice Carlos Granés, autor de uno de los ensayos más ricos e iluminadores que he leído en mucho tiempo, que así comenzó un nuevo mito latinoamericano: el de tantos “poetas, visionarios y utopistas dispuestos a liberar al continente, una y otra vez, eternamente, de los molinos de viento que lo atenazaban”.
Delirio americano, se llama este libro extraordinario, y ésta es la historia que cuenta: la relación enloquecida, vibrante, llena de dolor y de euforia y de idealismos y fracasos, que han tenido la política y la cultura en el siglo XX latinoamericano. También hay otra forma de decirlo: a lo largo de su joven historia, América Latina ha producido estallidos de creatividad que han sacudido el mundo, pero la exuberancia y la desmesura que son fértiles cuando se habla de literatura o de artes plásticas resultan nocivas —sí, delirantes— en el universo de la política. Es verdad que los políticos y los creadores han tenido en todas partes una relación más incestuosa de lo que nos gustaría creer; pero el caso latinoamericano, tal como lo explica Granés, es un paisaje desquiciado en que las mejores intenciones han convivido con las mayores catástrofes, y en el que la sensibilidad más sofisticada puede coincidir con las más turbias visiones: por ejemplo, Leopoldo Lugones —ese inventor de metáforas que fascinaban a Borges—, un nacionalista obsesionado por la pureza de la raza, fundador de un fascismo local que creía a ciegas en el poder de la espada y enemigo a muerte de la democracia liberal, esa artimaña extranjerizante.
El inventario de estas contradicciones es uno de los ejes del libro, o una de sus lecturas más provechosas, y Granés parece divertirse recogiendo esos episodios. El día de su posesión como rector de la Universidad de México, en 1920, José de Vasconcelos invitó a los intelectuales y los artistas a que salieran de “sus torres de marfil” para unirse a las fuerzas progresistas de la Revolución mexicana; al mismo tiempo, su antiamericanismo beligerante lo llevó a acercarse inverosímilmente al nazismo, pues Hitler era, después de todo, el gran enemigo de Estados Unidos. Juan Domingo Perón, el valedor de los descamisados y el enemigo de las élites, era un simpatizante de diversos fascismos, un admirador de Mussolini que acabó exiliándose en la España franquista, pero Granés nota cuánto se parecían sus ideas en cierto momento a las de Fidel Castro. En otro capítulo recuerda que la dictadura reaccionaria del doctor Francia, en el Paraguay decimonónico, cerró las fronteras y persiguió a los extranjeros, pero en los años sesenta Eduardo Galeano lo llamó “el país más progresista de América Latina” por negarse a recibir inversiones foráneas y empréstitos de bancos europeos. Una instancia más, para Granés, del espíritu paradójico y delirante de América Latina.
Pero tal vez lo más sugerente del libro, para los que andamos preocupados en estos tiempos por los problemas narrativos de la historia (es decir, por quién la cuenta, desde dónde, en detrimento de quién), es la confusión maravillosa y aterradora que se ha presentado en mi continente entre los que narran la historia y los que la hacen. No se trata sólo de los intelectuales que han sido presidentes con una frecuencia que no se conoce en otras latitudes. Perón solía decir que la conducción política es un arte y el conductor, un artista, y la cita le causa a Granés una fascinación comprensible, sobre todo por las veces en que se dio también el movimiento inverso. “Si Martí, viniendo de las letras, se creyó capaz de participar en las acciones militares”, escribe Granés, “Perón, viniendo del ejército, creyó disponer de genio artístico para conducir los destinos de su patria”. Walter Benjamin señaló alguna vez que el comunismo se movía hacia la politización de la estética, mientras en el fascismo la política se estetizaba. Pero en América Latina, este cruce de máscaras —los políticos comportándose como artistas y los artistas, como políticos—, había comenzado muchos años antes.
Delirio americano es un libro amplio: aquí hay espacio para poetas modernistas que adoran el fascismo, para una explicación política de la génesis del realismo mágico, para que un cura colombiano se meta a guerrillero y muera en su primera escaramuza, repitiendo sin pensarlo el destino de Martí; hay espacio para que Caetano Veloso tome en sus canciones la influencia del rock y reciba la censura inmediata, pero no de la dictadura militar, sino de la izquierda puritana; hay espacio para que un tipo especial de populismo nazca y florezca en más de un país, de la Argentina de Perón al Brasil de Getúlio Vargas, y para que ese populismo llegue hasta nuestros días —de izquierda, como el de Chávez y Correa, o de derecha, como el de Fujimori y Uribe— y aun se contagie a tantos políticos europeos, para gran preocupación de los que han visto en América Latina ese depósito de utopías que se aplauden desde lejos pero se temen cuando están más cerca.
Nuestro presente ideologizado y a la vez pueril, donde los narcisismos pasan con demasiada facilidad por convicciones, no parecería ser el mejor momento para un libro de mirada clara como el de Carlos Granés, capaz de abrirse paso como una cuchilla a través de la distorsión de los sectarismos y las tonterías de la corrección política. Pero hay algo en su erudición sin pompa, en la seriedad sin acartonamiento de su propósito, en la riqueza insolente de su investigación y en la desfachatez de su humor ocasional, que debería desarmar toda lectura que se haga desde la intransigencia o el fanatismo. Yo espero que así sea, porque hay mucho que aprender en este libro. Interpretar esa paradoja con fronteras que es América Latina es la tarea que nos ha obsesionado a todos los que hemos escrito sobre ella, y Delirio americano es una sonda lanzada al fondo de esa zona de sombra. Es un libro sobre muchas cosas, todas ellas fascinantes, y yo he pensado más de una vez, durante mi lectura de sus quinientas páginas largas, que no sé si el libro baste para entender esa tierra contradictoria y convulsa, pero sí estoy seguro de que todo esfuerzo, de ahora en adelante, quedará incompleto sin lo que este libro cuenta. (El País)
Juan Gabriel Vásquez es escritor. Su última novela es Volver la vista atrás (Alfaguara).