Fernando Mires – AL BORDE DE UNA GUERRA

 


Con la declaración de independencia hecha por Putin con respecto a las “repúblicas” separatistas de Donetsk y Lugansk (21.02.2022) ha comenzado la ocupación rusa de Ucrania.

Una maniobra habilísima que solo se puede permitir quien consulta sus problemas con la almohada y con nadie más. Una gran ventaja de Putin sobre Occidente, donde cada resolución ha de surgir de compromisos entre una multitud de países con distintos gobiernos y, por lo mismo, con diferentes intereses. Los pasos que vendrán después del reconocimiento de las republiquetas, seguirán una práctica de “solidaridad armada. Enseguida Putin provocará el terror entre la población de Ucrania hasta consumar la rendición del país y luego su reintegración al imperio ruso, conservado su autonomía “cultural” pero no la administrativa y mucho menos la política, al estilo de Bielorrusia. Donnetsk y Lugansk son por el momento dos enclaves militares rusos hendidos en el Este de la nación ucraniana.

La reacción del conjunto occidental hegemonizado por EE UU fue demasiado previsible. Putin la conocía de antemano: sanciones que no serán cumplidas en su totalidad y que no afectarán demasiado a la economía rusa, máxime si se tiene en cuenta de que esta ya está articulada con economías dirigidas por dictaduras, como son las de China e Irán. Más del 60 por ciento de las naciones de este mundo no son democráticas y, por lo mismo, aliadas reales o potenciales de Rusia en su cruzada anti-occidental. Con esa parte del mundo le basta a Putin para sobrevivir sin contratiempos a las sanciones norteamericanas y europeas, cualquieras que ellas sean. Para colmo, según cálculos de sectores empresariales, las sanciones de Alemania serán más perjudiciales para la economía alemana que para la rusa. Lo mismo sucederá en otros países europeos. Entre naciones económicamente interdependientes, las sanciones se transforman, tarde o temprano, en auto-sanciones.

Aparte de la capacidad de decidir solo y por su cuenta –desde Hitler no existía un gobernante tan desligado de partidos, instituciones y constituciones como Putin– el jerarca ruso, a diferencia de los países europeos, cuenta con la pasividad y control de su frente interno. No permite disidencias, es radicalmente cruel con sus opositores y cuenta con el apoyo de “la Rusia profunda” basada en la servidumbre incondicional al poder central. En cada aldea, pueblo o ciudad existe un poder putinista expresado en jefes de la policía, alcaldes, gobernadores, toda suerte de pequeños putines, dispuestos a reventar cualquiera oposición antes aún de que esta nazca. Esa es la impresión que deja entrever el escritor francés Emmanuel Carrére en su libro “Una novela rusa”. Allí nos enteramos como el aparato de dominación zarista, perfeccionado por Stalin y hoy por Putin, continua siendo el mismo de los tiempos de Tolstoi, Chejov y Gorki.

Putin domina sobre un país a prueba de sanciones económicas. No así los países occidentales donde cualquier alza de precios, cualquiera caída de la bolsa, cualquier síntoma de escasez, se traducirá pronto en un malestar activo en contra de los respectivos gobiernos. En ese sentido Putin cuenta con ayudistas internos en los países de Occidente. No me refiero a sus espías, que también los tiene por montones. Ni siquiera a los partidos putinistas como son la mayoría de los nacional populistas de derecha e izquierda. Putin cuenta sobre todo con una población europea que no quiere perder su nivel de vida, que desde hace casi ochenta años no sabe de guerras ni de hambrunas, que aún en sus estratos más bajos quiere gozar la vida material, en fin, con una ciudadanía consumista, turística y lúdica. En un mano a mano con las naciones occidentales para saber quien perdería más en un periodo de tensión bélica, Putin ganaría lejos.

Putin, ha descubierto al igual que sus antecesores despóticos, la estrategia del invierno ruso, solo que esta vez el invierno no es ruso sino europeo. Por eso, Putin, calculador como es, utiliza el negocio del gas como arma militar y política. Cuenta para eso con el pacifismo europeo, incrustado a fondo en la liturgia de los partidos izquierdistas y socialdemóratas. Ese mismo pacifismo que pavimentó el camino a Auschwitz para decirlo con las palabras de ese gran político socialcristiano que fue Heiner Geißler. Ese pacifismo sigue latente, más aún, fortalecido con la emergencia de los partidos ecologistas cuya fobia a la violencia linda con lo religioso.

Por si fuera poco, Putin cuenta con la corrupción de los gobiernos europeos. Que un “lobbista” financiado por Putin, como el ex canciller Gerhatd Schroeder, maneje los negocios del gas ruso en Alemania, habría sido visto en periodos menos materialistas que los actuales, como un escándalo de proporciones. Schroeder y los grupos mafiosos de la socialdemocracia alemana ligados al gobierno Putin, habrían sido calificados por lo menos de traidores a la patria. Hoy, en cambio, esa corrupción es vista como algo normal, algo así como un mero síntoma de la globalización. “El negocio del gas es un asunto de la economía privada”, dijo sin ningún pudor el actual canciller alemán Olaf Scholz.

Malvado, pero inteligente, Putin ha sabido esperar el momento preciso. Ese momento llegó junto con la pandemia. Definitivamente Putin ha logrado convertir en aliado suyo al Covid 19, en todas sus múltiples variantes. El bicho sigue efectivamente una estrategia muy parecida a la del gobernante ruso. Parece que por momentos se va, pero solo para volver mutado en diversas variantes. Covid 19 cansa, agota, desquicia psíquicamente a las multitudes enmascaradas de las grandes ciudades europeas, y sobre todo, al igual que Putin, aterroriza a los mortales con la posibilidad de la muerte. Una población histérica y pandemizada no está definitivamente en condiciones de soportar un clima de guerra por mucho tiempo, ha de haber calculado Putin. El tiempo, ese es su otro aliado. 

Mientras más pase el tiempo, mejor para Putin. Ese invierno ruso que es la economía occidental no podrá resistir durante largos periodos el auto-asedio impuesto a sus países por sus gobernantes. Puede suceder incluso que como su socio el Covid, Putin no termine nunca de irse. Ha olido el olor del miedo europeo y ya sabe como dosificarlo con sus amenazas y chantajes.

Desde el punto de vista político, Putin ha aprendido actuar en el momento preciso. A primera vista debe haberse dado cuenta de que el tímido Scholz no es Merkel, que está atado dentro y fuera de su partido a múltiples compromisos. Debe haber captado que Macron solo está interesado en su reelección y que una guerra sin solución no es su mejor carta para acceder al gobierno. Observa como Boris Johnson está al borde de su caída, empantanado en el fango de una crisis política sin precedentes. Y lo más importante: entiende que después del caótico retiro de las tropas norteamericanas en Afganistán, Biden no es visto por nadie como un gran estratega, ni político ni militar. En otras palabras, Putin conoce los talones de aquiles de las democracias liberales. Puede ser entonces que su máxima preocupación sea China y no Europa.

China no se pondrá nunca al servicio de Putin. Eso quedó muy claro en el documento que firmaron durante los Juegos Olímpicos ambos gobernantes, y eso el presidente ruso lo acepta. Pero seguramente no escapa a su atención que después de los destrozos diplomáticos de Trump, China ve con suma desconfianza la política exterior de los EE UU.

Biden, quizás ese ha sido su máximo error, no se ha esforzado demasiado por mejorar las relaciones políticas de EE UU con China. Todavía podría intentarlo, pero bajo peores condiciones que en los comienzos de su mandato. Después de todo, para China, Europa y EE UU son todavía sus mejores mercados. Probablemente Xi Jinping y los suyos, a diferencia de Putin, no está interesado en arruinar a las economías occidentales. Ningún vendedor quiere eliminar a sus compradores. Pero tampoco está dispuesto a aplaudir las acciones de la OTAN ni permitir que los EE UU dirijan el concierto mundial. En fin, Putin está en condiciones de ganar la guerra en contra de Occidente, aunque esta guerra nunca tenga lugar. ¿Cuál será su próxima movida? Nadie lo sabe. Seguramente será la menos previsible.

Quizás no estamos todavía frente a esa decadencia de Occidente proclamada por Oswald Spengler hace ya más de un siglo. El capítulo ucraniano ha mostrado, sin embargo, que Occidente atraviesa por una grave crisis de identidad. Su tecnología y su capacidad de fuego siguen intactas. Pero su depresión política más que económica, lo mantiene paralizado. Puede ser que el descubrimiento de un peligro común, y hoy ese enemigo se llama Putin, haga reaccionar a Occidente. Pero también es posible que cuando eso suceda ya sea demasiado tarde.

Al fin y al cabo, pensarán algunos filósofos, Occidente no es un territorio. Ni siquiera es un conjunto de ideas. Occidente es un modo de ser libre en el mundo. Permanentemente derrotado por naciones bárbaras, el ser de las atenas y las romas ha sobrevivido a través los siglos. Eso es lo que seguramente ignora el Atila de nuestro tiempo: Vladimir Putin. ¿Un pobre consuelo frente a la nueva derrota que nos espera? Puede que sí. Pero es un consuelo basado en la evidencia.