Algo parecido se preguntaba Marcel Déat en 1939. Recuerden: la política de apaciguamiento no había surtido el menor efecto sobre Hitler y Europa estaba al borde de una catástrofe sin parangón. Déat, que fue un entusiasta del régimen de Vichy, llegando incluso a acusarlo de demasiado blando, acuñó ese término que pretendía disuadir a la población acerca de la necesidad de defender a Polonia. Argumentaba que no tenía sentido que ningún francés tuviese que morir por culpa de los irresponsables polacos y su empecinamiento en oponerse al Führer.
Era evidente que la guerra no podía evitase y aquello acabó con una Europa dividida en dos bloques. Esa es la actual situación, aunque los políticos se empecinen en negar la evidencia. Rusia no quiere permitir que Ucrania se convierta en una punta de lanza de la OTAN. Acabado el Pacto de Varsovia y sustituido este por un débil simulacro, la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva, a Putin le inquieta tener bases occidentales en la puerta de su casa.Como muchos saben, una de las excusas del Tercer Reich consistía en exigir a Polonia el control de la ciudad libre de Danzig, de ahí el título del artículo, que pasó a convertirse en un eslogan antibelicista sabiamente explotado por Berlín.
Que muchos de los países que estuvieron sometidos al yugo comunista opten por pertenecer a la OTAN parece lógico. Pero esos argumentos no son admisibles por el Kremlin que, sintiéndose fuerte, sube las apuestas con la posible invasión de Ucrania y la posterior sustitución del actual gobierno por uno sometido a las directrices de Moscú.
Putin sabe que tiene muchos factores en su favor. En primer lugar, el gas, que podría afectar más que seriamente a toda la economía europea si se decide a cerrar el grifo. En segundo lugar, su alianza con China e Irán – están realizando unas espectaculares maniobras navales conjuntas en el Índico – le proporciona la seguridad de tener las espaldas cubiertas en lo tocante a la economía, uno de los puntos débiles de Rusia.
Occidente decide no actuar
Putin ha comprobado, además, cómo reaccionó la comunidad internacional cuando decidió invadir la península de Crimea, arrebatándosela por las armas a Ucrania y asegurándose así el control naval del Mar Negro. ¿Qué hicimos entonces? Nada. Lo que nos lleva al siguiente peldaño. ¿Qué haríamos ahora si las tropas rusas rebasaran la frontera y atacasen Ucrania? Mucho nos tememos que, más allá de retórica y amenazas, tampoco se actuaría.
Occidente está dirigido por personas que se preguntan si vale la pena morir por Kiev. Ahí tienen al militar de graduación alemán que decía a cara descubierta y de manera pública que Ucrania bien podía dividirse en dos estados, uno pro ruso y otro pro occidente. Ese criterio y, repetimos, el deseo de no querer morir ni por Danzig ni por Kiev ni por nada es el paradigma de un occidente crepuscular y esclerótico.
Todo se resume en la frase que oí decir por televisión a una chica que estaba siendo entrevistada en un botellón: “Tengo derecho a salir de fiesta y lo demás no me importa”. Claro. Nadie quiere morir por defender la libertad y mucho menos si es la de alguien que está a miles de kilómetros.
Pero sucede que quizá mañana nos llegue la muerte y no por Kiev u otro lugar, sino por estúpidos, por no haber entendido que la democracia se pelea a diario en todas partes, tanto si hay como si no existe, y que estamos en un momento crucial, uno más, en el que o prevalece nuestro sistema o acabaremos siendo regidos por autarquías que a lo mejor nos dan fiesta, pero siempre a cambio de un precio terrible: no ser humanos dignos de llamarse así.
Putin ha comprobado, además, cómo reaccionó la comunidad internacional cuando decidió invadir la península de Crimea, arrebatándosela por las armas a Ucrania y asegurándose así el control naval del Mar Negro. ¿Qué hicimos entonces? Nada. Lo que nos lleva al siguiente peldaño. ¿Qué haríamos ahora si las tropas rusas rebasaran la frontera y atacasen Ucrania? Mucho nos tememos que, más allá de retórica y amenazas, tampoco se actuaría.
Occidente está dirigido por personas que se preguntan si vale la pena morir por Kiev. Ahí tienen al militar de graduación alemán que decía a cara descubierta y de manera pública que Ucrania bien podía dividirse en dos estados, uno pro ruso y otro pro occidente. Ese criterio y, repetimos, el deseo de no querer morir ni por Danzig ni por Kiev ni por nada es el paradigma de un occidente crepuscular y esclerótico.
Todo se resume en la frase que oí decir por televisión a una chica que estaba siendo entrevistada en un botellón: “Tengo derecho a salir de fiesta y lo demás no me importa”. Claro. Nadie quiere morir por defender la libertad y mucho menos si es la de alguien que está a miles de kilómetros.
Pero sucede que quizá mañana nos llegue la muerte y no por Kiev u otro lugar, sino por estúpidos, por no haber entendido que la democracia se pelea a diario en todas partes, tanto si hay como si no existe, y que estamos en un momento crucial, uno más, en el que o prevalece nuestro sistema o acabaremos siendo regidos por autarquías que a lo mejor nos dan fiesta, pero siempre a cambio de un precio terrible: no ser humanos dignos de llamarse así.