He renunciado a encontrar el periódico francés que publicó el texto de los cinco profesores que protestaron contra mi elección a la Academia Francesa, pero reconozco que esa protesta era legítima. No así, sin embargo, que, según los periódicos peruanos, esos profesores me tacharan de “pinochetista”. Nunca lo fui. El mismo día del golpe de Pinochet, en 1973, lo ataqué duramente en la televisión francesa y debo haber firmado, además, cerca de 20 manifiestos protestando contra los crímenes cometidos por la dictadura chilena, a la que incluso fui a criticar a Santiago de Chile y a solidarizarme con sus adversarios.
Tengo, desde niño, una aversión visceral contra todos los dictadores que han ensombrecido la historia política de América Latina e impedido que el sueño de Bolívar —una unidad continental a la manera de EE UU— se realizara.
Yo no tenía siquiera el uso de la razón, y ya en mi familia éramos enemigos de los dictadores. El dictador de turno en el Perú, el general Odría, había depuesto mediante un golpe militar al Dr. José Luis Bustamante y Rivero, pariente de mi abuelo materno.
Había en la familia un culto heroico por José Luis Bustamante y Rivero. Por lo elegante y bien hablado que era, como buen arequipeño, por lo bien que se vestía y el cuidado que tenía con las palabras que decía también, y con las erres arequipeñas que no podía pronunciar jamás ningún limeño. Yo lo había visto y hasta hablado con él, aquella vez que José Luis estaba de embajador del Perú en La Paz y había venido a alojarse en nuestra casa, en Cochabamba, donde mi abuelo era cónsul del Perú. Siempre recordaba la buena propina que había deslizado en mis manos cuando José Luis partió, con su sombrerito y sus anteojos que imponían tanto respeto como sus espléndidos discursos.
Él habría sido un lujo de presidente, aunque el patán de Odría, y sus tanques solo le permitieran ejercer la presidencia del Perú que había ganado en comicios legítimos tres de los cinco años para los que lo eligieron los peruanos.
Yo crecí odiando a Odría, como toda mi familia materna, y de ahí me venía el rechazo a esa especie horrenda: los dictadores que, en ese tiempo (ahora vuelven de nuevo), eran la peste de América Latina. Yo no había leído aún a Jan Valtin que sería mi primer guía político, pero ya detestaba a esos generales que se creían que la presidencia del país era lo que les correspondía luego del generalato y para eso, tenían los tanques.
Los dictadores me alejaron del partido comunista, en el que milité en el primer año de la Universidad de San Marcos, y de Cuba, pese a las muchas réplicas que recibí defendiendo las elecciones libres y el derecho de cada pueblo de elegir a sus gobernantes en comicios legítimos.
Ese ha sido un eterno malentendido con los militantes de la extrema izquierda: su convicción de que había dictadores “buenos”, como Stalin o Fidel Castro. Yo creo, y es una de las convicciones a la que he sido fiel en mi vida política, que todos los dictadores, sean de derechas o de izquierdas, son malísimos, autores de todos los atropellos y robos, y que los países que han alcanzado la civilización política no eligen a ningún dictador, sino permiten que el pueblo elija a sus presidentes en elecciones libres y auténticas.
Desde luego que los pueblos pueden equivocarse, como ha ocurrido en Venezuela o en Cuba, y elegir mal, errores que suelen traer nefastas consecuencias a sus pueblos y que demoran muchos años en corregirlas.
Los regímenes democráticos se pueden equivocar, y el ejemplo que acaban de dar los peruanos es más que suficiente. Los peruanos han elegido, y con mis propios votos, a muchos ladrones, creyéndoles honrados. Pero esos errores pueden corregirse a tiempo y se han corregido o se van a corregir en tanto que una dictadura es mucho más difícil de rectificar pues cuenta con esos convencidos de que la justicia social pasa por un régimen autoritario, aunque nunca se haya conseguido semejante demostración.
Por eso prefiero los regímenes democráticos a las dictaduras, de derechas o de izquierdas, que se confunden y confunden a sus víctimas. Las mediocres democracias son preferibles, aunque ellas acusen muchas deficiencias, entre las que prevalecen, en el mundo subdesarrollado sobre todo, las manos largas de los gobernantes elegidos o por elegir. Hay más ocasiones de mandarlos a la cárcel en esos regímenes débiles que en los solemnes y secretos que guardan sus vergüenzas para ciertas ocasiones. Y, como los ejemplos son innumerables, para cuando los dictadores ya estén muertos o enterrados.
La más mediocre democracia es preferible a la más perfecta dictadura, estén a la cabeza de ella Pinochet o Fidel Castro. Esta es mi divisa y por eso defiendo a las imperfectas democracias frente a todas las dictaduras sin excepción. Esta es una elección muy simple y quienes me juzgan políticamente deben tenerlo en cuenta sin equivocación.
Ahora acaba Chile de celebrar elecciones y no hay duda, para mí, en el momento presente, que el grueso de los electores chilenos ha cometido una grave equivocación. Chile ha sido, para los liberales del mundo entero, un ejemplo. Por eso nos ha sorprendido tanto la violencia de las manifestaciones en las que una muchedumbre quemó edificios y estaciones de metro. Nada parecía indicar que esta sería la respuesta popular a una economía ascendente, en la que todas las fuerzas políticas, sin excepción, parecían estar de acuerdo. Sin embargo, no era así, lo que sorprendió a todo el mundo. ¿Qué había ocurrido para que el país que parecía privilegiado en América Latina, mostrara una cara tan distinta y tan feroz? Yo apoyé a Kast, que me parecía representar una continuación sensata de la política económica que había llevado a Chile casi a alcanzar a ciertos países europeos y a distanciarse mucho del resto de América Latina. Pienso, por eso, que los chilenos, dándole la sólida victoria a Boric, se han equivocado. Pero su derecho a equivocarse debe ser tenido en cuenta y respetado. Algo debía de andar mal allí cuando Boric ha obtenido una victoria tan inequívoca y clara. Sobre todo, teniendo en cuenta, que las críticas de Boric han afectado a la política económica, en primer lugar, en lo que al electorado chileno parece haberle dado la razón. Es muy desconcertante, sin duda, que un país rechazara de manera tan evidente lo que parecía traerle beneficios múltiples. Pero así son las cosas de la vida política: algo tan inesperado y sorprendente como lo ocurrido en este país. En cualquier caso, esta nueva política, que corrige a la otra, debe ser puesta en marcha aunque tenga consecuencias muy negativas para el país que parecía crecer de manera sistemática en los últimos años. Ya tendrá tiempo Chile de corregir su error, si lo fue, y mantener los logros que alcanzó con la política que ahora ha rechazado.
Estas son mis convicciones. Puedo equivocarme, pero, en todo caso, mis errores responden a una idea que, me parece, es profundamente democrática: los pueblos tienen derecho a equivocarse. En una democracia, estos errores pueden ser rectificados y enmendados.
© Mario Vargas Llosa, 2021. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2022
Tengo, desde niño, una aversión visceral contra todos los dictadores que han ensombrecido la historia política de América Latina e impedido que el sueño de Bolívar —una unidad continental a la manera de EE UU— se realizara.
Yo no tenía siquiera el uso de la razón, y ya en mi familia éramos enemigos de los dictadores. El dictador de turno en el Perú, el general Odría, había depuesto mediante un golpe militar al Dr. José Luis Bustamante y Rivero, pariente de mi abuelo materno.
Había en la familia un culto heroico por José Luis Bustamante y Rivero. Por lo elegante y bien hablado que era, como buen arequipeño, por lo bien que se vestía y el cuidado que tenía con las palabras que decía también, y con las erres arequipeñas que no podía pronunciar jamás ningún limeño. Yo lo había visto y hasta hablado con él, aquella vez que José Luis estaba de embajador del Perú en La Paz y había venido a alojarse en nuestra casa, en Cochabamba, donde mi abuelo era cónsul del Perú. Siempre recordaba la buena propina que había deslizado en mis manos cuando José Luis partió, con su sombrerito y sus anteojos que imponían tanto respeto como sus espléndidos discursos.
Él habría sido un lujo de presidente, aunque el patán de Odría, y sus tanques solo le permitieran ejercer la presidencia del Perú que había ganado en comicios legítimos tres de los cinco años para los que lo eligieron los peruanos.
Yo crecí odiando a Odría, como toda mi familia materna, y de ahí me venía el rechazo a esa especie horrenda: los dictadores que, en ese tiempo (ahora vuelven de nuevo), eran la peste de América Latina. Yo no había leído aún a Jan Valtin que sería mi primer guía político, pero ya detestaba a esos generales que se creían que la presidencia del país era lo que les correspondía luego del generalato y para eso, tenían los tanques.
Los dictadores me alejaron del partido comunista, en el que milité en el primer año de la Universidad de San Marcos, y de Cuba, pese a las muchas réplicas que recibí defendiendo las elecciones libres y el derecho de cada pueblo de elegir a sus gobernantes en comicios legítimos.
Ese ha sido un eterno malentendido con los militantes de la extrema izquierda: su convicción de que había dictadores “buenos”, como Stalin o Fidel Castro. Yo creo, y es una de las convicciones a la que he sido fiel en mi vida política, que todos los dictadores, sean de derechas o de izquierdas, son malísimos, autores de todos los atropellos y robos, y que los países que han alcanzado la civilización política no eligen a ningún dictador, sino permiten que el pueblo elija a sus presidentes en elecciones libres y auténticas.
Desde luego que los pueblos pueden equivocarse, como ha ocurrido en Venezuela o en Cuba, y elegir mal, errores que suelen traer nefastas consecuencias a sus pueblos y que demoran muchos años en corregirlas.
Los regímenes democráticos se pueden equivocar, y el ejemplo que acaban de dar los peruanos es más que suficiente. Los peruanos han elegido, y con mis propios votos, a muchos ladrones, creyéndoles honrados. Pero esos errores pueden corregirse a tiempo y se han corregido o se van a corregir en tanto que una dictadura es mucho más difícil de rectificar pues cuenta con esos convencidos de que la justicia social pasa por un régimen autoritario, aunque nunca se haya conseguido semejante demostración.
Por eso prefiero los regímenes democráticos a las dictaduras, de derechas o de izquierdas, que se confunden y confunden a sus víctimas. Las mediocres democracias son preferibles, aunque ellas acusen muchas deficiencias, entre las que prevalecen, en el mundo subdesarrollado sobre todo, las manos largas de los gobernantes elegidos o por elegir. Hay más ocasiones de mandarlos a la cárcel en esos regímenes débiles que en los solemnes y secretos que guardan sus vergüenzas para ciertas ocasiones. Y, como los ejemplos son innumerables, para cuando los dictadores ya estén muertos o enterrados.
La más mediocre democracia es preferible a la más perfecta dictadura, estén a la cabeza de ella Pinochet o Fidel Castro. Esta es mi divisa y por eso defiendo a las imperfectas democracias frente a todas las dictaduras sin excepción. Esta es una elección muy simple y quienes me juzgan políticamente deben tenerlo en cuenta sin equivocación.
Ahora acaba Chile de celebrar elecciones y no hay duda, para mí, en el momento presente, que el grueso de los electores chilenos ha cometido una grave equivocación. Chile ha sido, para los liberales del mundo entero, un ejemplo. Por eso nos ha sorprendido tanto la violencia de las manifestaciones en las que una muchedumbre quemó edificios y estaciones de metro. Nada parecía indicar que esta sería la respuesta popular a una economía ascendente, en la que todas las fuerzas políticas, sin excepción, parecían estar de acuerdo. Sin embargo, no era así, lo que sorprendió a todo el mundo. ¿Qué había ocurrido para que el país que parecía privilegiado en América Latina, mostrara una cara tan distinta y tan feroz? Yo apoyé a Kast, que me parecía representar una continuación sensata de la política económica que había llevado a Chile casi a alcanzar a ciertos países europeos y a distanciarse mucho del resto de América Latina. Pienso, por eso, que los chilenos, dándole la sólida victoria a Boric, se han equivocado. Pero su derecho a equivocarse debe ser tenido en cuenta y respetado. Algo debía de andar mal allí cuando Boric ha obtenido una victoria tan inequívoca y clara. Sobre todo, teniendo en cuenta, que las críticas de Boric han afectado a la política económica, en primer lugar, en lo que al electorado chileno parece haberle dado la razón. Es muy desconcertante, sin duda, que un país rechazara de manera tan evidente lo que parecía traerle beneficios múltiples. Pero así son las cosas de la vida política: algo tan inesperado y sorprendente como lo ocurrido en este país. En cualquier caso, esta nueva política, que corrige a la otra, debe ser puesta en marcha aunque tenga consecuencias muy negativas para el país que parecía crecer de manera sistemática en los últimos años. Ya tendrá tiempo Chile de corregir su error, si lo fue, y mantener los logros que alcanzó con la política que ahora ha rechazado.
Estas son mis convicciones. Puedo equivocarme, pero, en todo caso, mis errores responden a una idea que, me parece, es profundamente democrática: los pueblos tienen derecho a equivocarse. En una democracia, estos errores pueden ser rectificados y enmendados.
© Mario Vargas Llosa, 2021. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2022