Es inevitable estar triste estos días. Un año nuevo significa usualmente renovación, la posibilidad de cambio. En Nicaragua, sin embargo, empezaremos el año con la ceremonia ya de sobra conocida de inaugurar al mismo presidente y su señora vice.
Por once años hubo abundancia de tolerancia hacia ellos. Se les permitió tácitamente cambiar la Constitución, los estatutos que mantenían un ejército más o menos profesional, las leyes con que se fue destruyendo la institucionalidad. Pero el descontento acumulado se manifestó sorpresivamente. El país parecía tranquilo hasta que, en 2018 ante una protesta, como hubo muchas en América Latina en esos años, la angustia de perder el poder los desenfrenó y decidieron atacar a su propio pueblo.
Desde entonces no han dejado de hacerlo. No han sido capaces de reconocer que ellos mismos perdieron el rumbo de lo que se habían propuesto: un país seguro, con alianzas de clase, con dádivas que hicieran crecer su popularidad, con inversiones, un país abierto al mundo, pero absolutamente controlado por ellos. Mucha gente no se oponía a esos designios. El gran capital, las clases medias y muchos en la población no aprobaban la centralización del poder, pero les parecía que, si era el precio por vivir tranquilos, lo pagarían.
Fuimos pocos los que advertimos que era tal el control que habían adquirido que, como recuerdo dije yo misma en una entrevista antes de 2018, cuando llamé a su régimen una “dictablanda,” estaríamos bien hasta que Ortega no se levantara de mal humor porque para aplastarnos, ya tenía todos los instrumentos en la mano. Creo que eso se ha probado amargamente desde 2018.
No es mi propósito referirme aquí al daño que nos han hecho porque creo que la mayoría lo sentimos y vivimos directa o indirectamente. Me quiero referir al fracaso de ellos mismos, el fracaso que ellos mismos se han buscado con su forma inclemente y dictatorial de actuar.
Porque esta inauguración será deslucida y triste para ellos también. Son lo suficientemente inteligentes para saber que su discurso del antimperialismo ha sido una fabricación. Los EE.UU. a través de su embajador se reúne y se ha reunido con gente de la oposición. Es parte de su trabajo igual que lo es de todos los embajadores. Los Estados Unidos ahora, no son los de los 80, están metidos en problemas domésticos y en el Medio Oriente. La injerencia que tuvieron en América Latina, odiosa, por cierto, ya no tiene el mismo nivel de importancia. Les importan las drogas y la migración -y estaban satisfechos con el gobierno- pero no meten la mano cambiando dirigentes como lo hicieron en décadas anteriores.
Pero a nivel de propaganda, la pareja presidencial, sabe que ese fantasma enemigo les funciona y lo ocupan. Pero no sólo se han enfrentado a EEUU, sino a todo el mundo que se rige por ciertas normas. Las normas no serán perfectas, pero son las que hay para vivir más o menos civilizadamente dentro de la cultura occidental que Nicaragua comparte. Tenemos mucho más en común con la cultura de Estados Unidos y de Europa que con la rusa o china. Pero, arrinconados contra la pared por sus propios arranques y exhibiciones de poder omnímodo, la pareja se inclina ahora por insertar al país en una órbita de países reconocidos por sus atropellos contra sus propios pueblos, no importa cuánta plata puedan ofrecer.
Daniel Ortega y Rosario Murillo serán inaugurados para seguir siendo los mandamases de un país cuya sociedad ha sido resquebrajada por ellos, una sociedad dividida. Gobernarán sobre un país donde la gente aspira a emigrar; donde en los últimos años se ha producido la fuga de cerebros más grande de que se tiene memoria; donde los jóvenes talentosos que estaban empezando a generar nuevas ideas se han marchado, o han sido perseguidos, donde no hay casi familia que no está herida por alguna muerte o por la mala administración del coronavirus cuyas víctimas ellos han querido ocultar. Un país donde hay 157 personas presas injustamente y sufriendo regímenes carcelarios propios de un Gulag inmisericorde.
Gobernarán rodeados de seguridad porque tienen miedo del pueblo, circunscritos a un pequeñísimo grupo de compinches que están con ellos porque les deben favores, pero en los que saben no pueden confiar ciegamente. Seguirán siendo vitoreados por los empleados públicos que están obligados a hacerlo y de los que llevan un control estricto.
Los apoyará un partido que ya no existe, donde los que operan son pagados por su fidelidad, o son capaces, como hordas fanatizadas, de matar y quebrar huesos, si los “jefes” se los piden. Gobernarán con un ejército de fanfarria, con jefaturas de viejos y gordos, cuya fidelidad reside en no querer arriesgar sus comodidades y sus privilegios y quién sabe cuántas cosas más; con una policía a la que manosearon y sometieron para que, de ser una policía querida por la gente, se convirtiera en la cara de la represión y el abuso.
Su proyecto, todo lo que prometieron para regresar al poder: trabajo, paz y reconciliación se les fue de las manos por ambiciosos, por creerse ungidos por ese Dios que se inventaron a su imagen y semejanza porque en el Dios de la justicia nunca creyeron. Les pasó por ser incapaces de humildad, de autocrítica, de aceptar que no podían pasar toda su vida en el poder. Ellos mismos se convirtieron en los monstruos que alguna vez despreciaron. Y ahora, su vanidad, su orgullo, su mesianismo, los ha puesto en la posición de necesitar vender y entregar el país a regímenes que les darán de comer y los mantendrán en el poder, pero que destruirán la Nicaragua de Darío y de Sandino, la Nicaragua que existió y que tantos amamos.
Esta inauguración será un réquiem para el alma de Nicaragua; la sumirá aún más en la desgracia de un país despojado, empobrecido, humillado, obligado a la sumisión y el silencio, un país que los mismos nicaragüenses querrán abandonar porque ya dejó de pertenecerles.
El 10 de enero fue asesinado Pedro Joaquín Chamorro; este 10 de enero marcará otra página funesta de nuestra historia