Sobre la tierra dejaron un nombre,
un apellido, unas sangres, unas venas,
un alguien con lágrimas o un olvido
apenas cubierto por viejas sandalias,
una corbata azul o roja, un vestón,
usado hoy por el organillero del barrio,
unas palabras no dichas, una mala costumbre;
un antiguo vacío sentado sobre una raída silla
huesos flacos convertidos en ceniza,
en polvo, en arena, en agua dulce o salada,
en gaviotas y peces en los que nadie
reconoce jamás en su ignorancia
aún cuando sus cimientes sean hundidas
por un colmillo blanco en la manzana,
aún cuando sus dedos abran naranjas matinales
aún cuando el vientre de un pájaro negro
arrastre hacia el nido el gusano donde brilla
la mirada de los muertos que nunca mueren,
sin ojos y sin cuerpos, entre aterradas multitudes
sin clamar venganzas, ni glorias ni famas
Son al fin ellos los que se fueron y perviven
en los besos, en las risas y en los llantos
y en las casas más oscuras de la tierra.
Vivimos con ellos,
nos siguen hacia
donde vamos,
nos acompañan,
de ellos somos
y los llevamos
concebidos,
antes de nacer,
más allá de la luz,
en esa cosa hecha
o por hacer: la vida
La vida es la casa de los muertos.
Sin los muertos, los cuerpos que se fueron,
con sus fríos silencios, nada existiría.
Somos los hijos y los padres de los muertos.
Que nunca ellos nos dejen vivir en paz, te lo pedimos.