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A Razvan no le resultó difícil entender las razones por las que mi abuelo Mótele se alejaba, subrepticio, de Gómel, en el carromato de los gitanos. Le husmeó los pocos libros que traía con ojos absortos y, como no sabía leer, le pidió que le explicara lo que decían. Mi abuelo se lo tomó en serio y disfrutó dándose cuenta de que muchas de las ideas que le había leído a Marx y que creía imbatibles y evidentes, recién las entendió cabalmente cuando buscó la manera de ponérselas en claro a Razvan.
--Tu mente es inteligente y muy llena de tantas cosas que leíste, Mótele -- le espetó una tarde el gitano mientras sobaba su acordeón y le obligaba a algunos bufidos afinados--. Todo está claro en tu pensamiento y me gusta escucharte porque, después que lo explicás, parece que el cielo de Rusia se fuera a despejar. Pero tu cabeza anda sola, despegada de tu cuerpo. Tu cuerpo no transpira. Tus manos son tan torpes y tus piernas no bailan. Se te van a achicharrar los miembros.
Y todavía le dijo algo más, decía mi madre que contaba mi abuelo que le decía el gitano Razvan.
--Andar detrás de la justicia exige mucho sufrimiento, vida exigua y clandestina, cárcel, tortura, exilio, muerte. ¿La justicia trae felicidad? Porque no me parece que tengas la menor capacidad para ser feliz. ¿Cuando consigas la justicia vas a sonreír?
Mi abuelo se aflojó, desajustó los maxilares ahí nomás y sonrió. Miró cómo el gitano dejaba el acordeón y se ponía a templar las tres cuerdas de una especie de balalaika que él mismo había fabricado con la madera de un arce y que había adornado con un enroscamiento de volutas.
--Seguro que sí --habló mi abuelo Mótele-- pero... quién sabe si me daré cuenta.
--¿De que la conseguiste o de que estarás sonriendo?
--Es que no va a ser fácil decir, digo, asegurar que la conseguimos. Siempre vamos a estar a mitad de camino. ¿Acaso ustedes los gitanos no saben cómo es la carretera? Tanto habrás andado por la estepa mirando adelante y tu adelante no tiene tope, va y vuelve y va y vuelve todo el tiempo. No voy a explicarte qué es y cómo es el horizonte, ¿no? Espero que me avises el día que hayas llegado finalmente al horizonte, lo hayas atrapado y tu viaje termine. Entonces, por ahí, quién te dice... podré yo también mostrarte la justicia.
--Dicen que cuando mi abuelo era joven, también andaba metido en cosas.
--¿En cosas?-- Mi abuelo intentó hacer como que no entendía.
--Sí, en cosas; encariñado con la justicia... Parece que un día salió del campamento a la mañana muy temprano, montado en su tobiano. Dice mi madre que iba a llevar no sé qué de importante a no sé quién en no sé dónde. Tenía costumbre de irse y desaparecer por varios días. Pero esa vez, dice mi madre, que eran tiempos difíciles y antes que levantáramos el campamento apareció el caballo solo. Dicen que venía al trote, sacudiendo la cabeza, revolviendo las orejas, con ojos de espanto y manchas de sangre en un estribo. Mi abuelo nunca volvió.
Mótele se quedó mirando a Razvan, asombrado por los recuerdos que le confesaba. Mientras pensaba qué decir, le hurgó los ojos grises que, quién sabe por qué, le recordaron la mirada de su padre Avram. Pero en ese momento entró Drina a buscar la ropa para lavar. Las confidencias se interrumpieron y ya no las volvieron a retomar.
Drina se movía con un desenfado al que mi abuelo no estaba acostumbrado. Las chuzas desordenadas se le escapaban del pañuelo que le ataba el pelo y se la veía muy atareada. La piel de aceituna parecía chocarle con el celeste de los ojos y con el pelo castaño que no llegaba a rubio y, sin embargo, en conjunto, producían un todo que le agitaba a mi abuelo las aletas de la nariz y le derretía el corazón. Se removía, el pobre, sentado sobre su colchón, en el piso, como si estuviera incómodo y no encontrara posición mientras la veía dar vueltas manoteando por los rincones. Se recostaba sobre la pared, estiraba las piernas y las volvía a recoger. Se paró para ayudarla a juntar la ropa sucia en la palangana que llevaba bajo el brazo, apoyada en la cadera. Ni se daba cuenta de que andaba tras ella con la boca abierta, que estiraba el cogote y atrás del cogote todo el cuerpo cuando ella pasó la puerta para salir, porque toda su alma la seguía mientras bajaba los escalones del carromato.
--Mi hermana Drina es un rayo de energía, no se está quieta, no se cansa --comentó Razvan cuando se cerró la puerta-- es una luz de nuestra estirpe. Yo nunca permitiría que la hagan echar raíces como a un pino, para quedarse siempre plantada y quieta en el mismo bosque.
Le quedó claro a mi abuelo Mótele.
Pasaron los días de camino y finalmente la caravana de los gitanos se detuvo en el cruce del camino que se desviaba hacia Chechersk. Mótele montó un caballo alazán, con una estrella blanca en el testuz, que Razvan le había dado a elegir entre los varios de su tropilla. Estaba cayendo la tarde y ya se había cumplido con todas las despedidas posibles. La gitana vieja le rezó muchos augurios y le puso algunos panes y charquis en una bolsa.
--No te olvides de avisarme cuando llegues a esa, la constante mitad de tu camino en busca de la justicia --le dijo Razvan como despedida--. Entonces yo traeré mi acordeón y hemos de bailar juntos en el horizonte.
--Amén --sonrió mi abuelo.
Tomó una mano de Drina, la apretó fuerte entre las dos suyas, le puso un beso lleno de intenciones incomprensibles y se inclinó para abrazarla. Ella se estiró desde la punta de los pies para corresponder al cariño que le llegaba desde arriba del caballo, después le aplicó una última palmada en el anca y mi abuelo se alejó al tranco lento sin haber entendido si se iba montando un redomón prestado que tendría que devolver algún día, o si lo había recibido como regalo, igual que aquellos que habían asombrado la primera infancia y la juventud de su padre, Avram.
* Fragmento de El baile de la abuela muerta, novela de Elina Malamud que acaba de publicar Astier Libros