Fernando Mires – CHILE: ENTRE LA RAZÓN Y LA LOCURA

 


Leía La Piedra de la Locura, breve ensayo-novela del escritor chileno Benjamin Labatut. En un comienzo parecía ser la continuación de su exitoso libro Un Verdor Terrible, trasladando esta vez sus conocimientos de las teorías cuánticas, al espacio de las llamadas teorías del caos. Nada nuevo bajo el sol. Caos es el orden que no entendemos y orden es el caos que, aparentemente, entendemos.

Después de la crisis de los grandes relatos (Lyotard) estamos atravesando un periodo, según Labatut, caótico. Interesante en todo caso fue leer el espacio que dedica a la política, particularmente a la chilena. En efecto, desde el llamado estallido social de octubre del 2019, Chile, un país políticamente predecible, o uno de los pocos que mantenían una sintonía con la corriente alterna (una vez centro-derecha, otra vez centro-izquierda) ha llegado a ser, según Labatut, no solo imprevisible sino caótico. Siguiendo a Labatut, los acontecimientos que llevaron al caos constituyen una revolución, un big bang de la singularidad chilena. Pero no una revolución determinada por un objetivo meta-histórico, como han sido la mayoría de las revoluciones. Más bien una sin plan ni orden, sin objetivos claros, sin destinos prefijados.

Cito a Labatut: “nuestra deslumbrante revolución tuvo una cualidad muy especial: carecía de una narrativa central. Representó algo distinto para cada persona” (…..) “El movimiento de protesta no tuvo una sola causa ni un principio guía, ni siquiera un simple eslogan detrás del cual todos pudiéramos reunirnos, salvo por esa frase que coreábamos sin parar, pero que rápidamente adquirió tintes siniestros: Chile despertó, Chile despertó”.

O sea, Chile estaba durmiendo y, como un oso después del duro invierno, despertó rugiendo de hambre. Sí, tal vez algo hay de cierto en esas bien logradas imágenes literarias. Las protestas juveniles que comenzaron debido al alza del pasaje del metro fueron el destape de una explosión social que repercutió en todos los ámbitos de la vida nacional. Reivindicaciones sociales eran entrecruzadas con las de género, con las étnicas, con cualquiera disconformidad o descontento, y no por último, con furibundos actos vandálicos, casi todos en contra de la llamada “clase política”. Esta última -no vamos a relatar aquí otra vez los avatares– cumplió al menos su tarea profesional: abrió un cauce para un plebiscito que daría forma a una nueva constitución, una que terminará de una vez por todas con la sombra de Pinochet, vale decir, un acto refundacional que deberá, teóricamente, constituir al país sobre nuevos cimientos jurídicos y políticos.

En cierto modo el estallido social marcó con hierro el fin de un pacto de convivencia política, pero sin precisar cuáles iban a ser las futuras reglas del partido. Las alternativas comenzaron recién a dibujase en medio de la pandemia, cuando el Covid-19, como en tantos países, comenzó a convertirse en el principal actor político. Después del estallido vino la elección constituyente, y después de esta, vienen las elecciones presidenciales del 21 de noviembre del 2021. ¿Serán esas elecciones la cristalización de la revolución del 2019? Es difícil decirlo sin tener a mano una bola de cristal

Convengamos por ahora en que si la llamada revolución de octubre nació sin agenda, construyó al menos su propia agenda. Hay ya, queramos o no, un atisbo de orden: un orden que, como todo orden, nació del caos (¿y de dónde si no?) De acuerdo a esa agenda estaríamos ahora situados en el último tramo de la supuesta revolución chilena (o penúltimo si se tiene en cuenta que la nueva constitución debe ser redactada y aprobada) ¿Quién o quienes gobernarán el Chile post-estallido? ¿Las vanguardias políticamente organizadas del estallido (Boric)?, ¿la resurrección de un centro político nacional (Provoste o Sichel en sus versiones de izquierda y derecha)? ¿o la reacción “contrarevolucionaria” (Kast)? Ese es el gran trilema chileno.

Las encuestas dan hasta ahora como ganadores a las dos puntas (a sus simpatizantes les molesta que les digan extremos). No hay que negarlo, esa es una posibilidad. Aunque no deberíamos olvidar que no hay nada más tramposo e incierto en el mundo que una encuesta electoral chilena. Pero supongamos que esta vez apunten una. Si se acercaran medianamente a sus pronósticos, querría decir que desde una de las dos puntas saldría el futuro presidente de Chile. Eso sería algo inédito en la historia del país. Incluso, en 1970, periodo de máxima polarización, tanto Allende como Alessandri movilizaban a partidos políticos intermedios a su favor.

Podría argüirse que para alcanzar sus objetivos, Boric debería hacer concesiones a la centro izquierda que sigue a Provoste. O Kast a la centro derecha que sigue a Sichel. No obstante, los dos casos son problemáticos. De una manera u otra, el centro quedaría subordinado a políticas extremas (o de puntas, para que no se enojen). Es decir, en los dos escenarios, las puntas hegemonizarían a los centros.

Podría afirmarse, muchos lo dicen, que el programa de Boric no es de extrema izquierda. Pero seamos sinceros ¿Quién vota en Chile por un programa? Muy pocos. Como en otros países, los electores votan por convicciones pre-programáticas, es decir, por una clara opción de poder para los suyos. Y si bien el programa de Boric no se diferencia en casi nada al de Provoste, entre la gente que sigue a uno y a otro, sí hay diferencias importantes.

Gabriel Boric, aunque lo nieguen sus defensores, representa una alianza de tres izquierdas: la dogmática (PC) la populista (más la identitaria) y la salvaje (o vándala o violenta). Hecho que hace decir a sus enemigos que Boric es un lobo con piel de oveja. En el apoyo que –no solo una parte del PC– dan a dictaduras de “izquierda”, en su anti-norteamericanismo, y en su afán de querer refundarlo todo, esas izquierdas no tienen nada o muy poco que ver con el programa de su candidato. Provoste en cambio, representa a sectores medios progresistas, a grupos políticos que seguían en el pasado a la Concertación, y a fuerzas regionales de la izquierda más tradicional. De ahí que, en una eventual y muy efímera contienda Boric vs. Kast, la izquierda de la punta establecería una clara hegemonía sobre la izquierda del centro. Algo parecido pasaría en la otra punta, la de Kast.

José Antonio Kast representa de un modo parecido a Boric, a tres derechas: la derecha fascista (o franquista o trumpista o pinochetista) la derecha conservadora tradicional (patriarcal y religiosa) y la derecha económica llamada por los chilenos, neo-liberal. En una segunda vuelta, ante el “peligro extremista”, la mayoría de la derecha social y centrista que apoya a Sichel, votaría por Kast. Eso es seguro.

En otra palabras, si los candidatos de las dos puntas pasan a la segunda vuelta, se avecina un choque de trenes que atropellaría a las opciones de centro dejándolas como un jamón en un sándwich. Incluso, si ganara Boric, Kast se convertiría en el líder popular de la “contrarrevolución”. Y si ganara Kast, lo mismo, Boric pasaría a ser el líder del proyecto revolucionario nacido del estallido de octubre. En breve, Chile quedaría dividido en dos pedazos. Bajo esa condiciones, ningún programa económico puede tener éxito, aunque sea el mejor del universo.

Queda por cierto la esperanza de que una de las dos opciones de centro, Provoste o Sichel, logre pasar, en contra de lo que dicen todas las encuestas, a la segunda vuelta (hay que considerar que hay todavía un enorme potencial de votantes indecisos).

Según los expertos, yo no lo soy, es casi imposible que la opción de Sebastian Sichel tenga alguna esperanza. Por un lado, no ha logrado separarse del legado del desprestigiado gobierno de Sebastian Piñera. Por otro, ha sido muy deteriorado por el avance populachero de Kast y por las acusaciones levantadas en su contra por Provoste.

Yasna Provoste podría haberse convertido en la figura directriz del proceso electoral. Simbolizaba mucho: La continuidad bajo nuevas formas de la Concertación, la movilización de las mujeres, las fuerzas regionales e indígenas y la idea de cambio social en tranquilidad (versión posmoderna de la “revolución en libertad” de Eduardo Frei). Pero Provoste cometió dos errores capitales.

El primer error fue concentrar toda su artillería en contra de la candidatura centrista de Sichel. Con ello solo consiguió minar el espacio de centro del que ella misma forma parte. El segundo error, quizás el más grave, fue no haber sabido establecer las diferencias radicales que existen entre su candidatura y la de Boric. Siendo candidata de la centro-izquierda, decidió acentuar su identidad de izquierda por sobre la de centro. Al parecer cayó en la trampa de los comunistas, quienes dan al término -muy legítimo a mi juicio- de “anticomunismo”, un sentido peyorativo. Nunca tuvo luces para aclarar que ser demócrata supone hoy ser anticomunista y antifascista a la vez. Al no deslindarse del mito comunista, empujó a gente que apoyaba a Sichel hacia los reductos de Kast. Y, lo peor de todo, hizo que muchos se preguntaran si valía la pena votar por una mala fotocopia de la candidatura de Boric y no por la original.

Así y todo, en medio del caos organizado que amenaza a Chile, la de Yasna Provoste constituye la única opción que puede lograr un cierto equilibrio, la única que puede mantener la idea de la continuidad y el cambio, la única que podría asegurar mínimas condiciones a una futura gobernabilidad. Si se diera la posibilidad de que ella pasara a una segunda vuelta, necesitaría contar con el apoyo de la centro-derecha y así su candidatura adquiriría un carácter plenamente nacional. El problema es que para que esa posibilidad fructifique se necesitan electores inteligentes. Y de esos no hay muchos en el mundo. En Chile tampoco.

Los chilenos como otros pueblos son capaces de volver a tropezar con la misma piedra. No una, sino varias veces. El peligro es que si lo hacen esta vez, significaría tropezar con “la piedra de la locura”. Este es el título, recordemos, del ensayo-novela del escritor Benjamín Labatut.