Enrique Fernández Díaz - EL AMOR ES MUY PUTO











Hacía rato que Helena García sorteaba la depresión del domingo por la tarde comprándose un libro usado en la feria artesanal de Plaza Italia. Tenía cincuenta y cuatro años y hacía tres que estaba sola. Los sábados salía con amigas y se acostaba al amanecer, y arrancaba después del mediodía caminando al sol por los bosques de Palermo, se detenía un buen rato en los puestos de Santa Fe y revisaba con deleite las ofertas. Era una lectora voraz y utilizaba el resto del día para liquidar una novela o un libro de cuentos. No se iba a dormir si no lo acababa. Normalmente, la maratón comenzaba en el café Martínez y seguía en el departamento de la calle Godoy Cruz. Trabajaba en una editorial y había ocasiones en las que, empecinada por terminar la lectura, se quedaba en vela toda la noche y llegaba somnolienta a la oficina. Es mi vacuna, decía como excusa. Se vacunaba contra la implacable soledad de los domingos, cuando los hombres y las mujeres impares son más solitarios y desdichados que nunca. Un helado domingo de junio Helena encontró, entre los polvorientos libros usados, una compilación algo silvestre de “los mejores cuentos” de Scott Fitzgerald, en una edición pirata que comentaba un antologista francés. Su articulación, decía el antologista, no era caprichosa: todos los relatos merodeaban romances contrariados o mal habidos. Helena se relamió por dentro, eligió una mesa sobre Uriarte y pidió una lágrima. Se enfrascó enseguida en las piruetas sentimentales que el autor le proponía y, cada vez más intrigada, en las anotaciones manuscritas que un anterior lector dejaba en los márgenes. Con evidente letra masculina, pero con delicados trazos, el anterior dueño de aquel libro había subrayado párrafos enteros, frases determinadas y algunas palabras significativas. En ocasiones, utilizaba corchetes y signos de admiración, y en otras, dibujaba un gancho interrogativo o escribía consideraciones al margen. Lo curioso es que, lejos de molestarle, a Helena comenzó a fascinarle esa relectura. No sólo porque se sentía usurpando un libro ajeno, haciendo de voyeur involuntaria de un lector desconocido y enigmático, sino porque los subrayados y las acotaciones eran de una inteligencia muy sutil. Promediando la compilación, la García pidió otra lágrima y se espantó al descubrir que leía impacientemente las páginas que no habían sido marcadas y que esperaba con ansiedad las que venían con las huellas de lectura de su anterior inquilino. Pasando la mitad, leyó en un margen una línea vertical en estilográfica que decía: El amor es muy puto. Helena García se quedó entonces muy quieta. Un parroquiano que la mirara en esos momentos de perplejidad podría suponer que aquella mujer que leía había recordado de pronto una puñalada de la vida. Estaba petrificada, con los ojos pardos en blanco, traslúcida y rubiona, atractiva con sus pechos importantes, con esas caderas rebeldes y con ese cuerpo sensual de ex regordeta puesta a trabajos forzados. El amor es muy puto, leyó una y otra vez, tratando de asimilar cada palabra y de comprenderla cabalmente. Claro, se dijo, muy puto. No le gustaban las malas palabras, pero tenía que admitir que no existía sinónimo en el castellano moderno para esa expresión soez. Podía decirse que el amor era resbaladizo, egoísta, maldito, cambiante, caprichoso y hasta perverso. Pero aun así nada describía tanto el hondo carácter del amor como la palabra “puto”, que no aludía a la prostitución ni a la homosexualidad sino al filo inestable de un sentimiento que no aceptaba reglas, chantajes ni definiciones. Tres veces más encontró esa frase a lo largo de los quince cuentos, y cuando cerró el libro ya era de noche y llovían piedras sobre la avenida Santa Fe. No podía recordar los argumentos ni los diálogos porque todo estaba teñido de aquella letra azul manuscrita, y de aquella sentencia repetida y temeraria. Caminó bajo la lluvia sin mojarse, se tomó dos whiskies con hielo y se quedó dormida al amanecer, presa de sus viejas escenas de metejones, desencantos y despedidas. Antes de desayunar avisó a la editorial que ese día llegaría tarde y esperó hasta las diez de la mañana, hasta que el puestero de la feria de Palermo abriera y comenzara a ordenar sus libros sobados a mitad de precio. Era un hombre de corta estatura y pequeña barbita, un Quijote diminuto con unos anteojos que podían pasar por quevedos. Buen día, ¿recuerda por casualidad quién le vendió este libro?, lo asaltó Helena. El puestero la miró con desconfianza, presumiendo quizás que venía con algún reclamo. Tomó el libro entre las manos, lo abrió en varias páginas y se acarició por un momento la barbita. Helena, para sacarlo de dudas, le dijo: Me interesan mucho sus anotaciones, quiero conocerlo. El pequeño Quijote alzó la vista y la miró mejor, como calibrándola. Después sonrió levemente, se encogió de hombros y le devolvió el libro de Scott Fitzgerald.

—Yo no compro —dijo, quitándose los anteojos y mirándolos al sol—. Es mi mujer la que compra. Tiene un puesto en Plaza Lavalle. Vaya a verla de parte mía. A lo mejor se acuerda.

Pidió la ubicación, dio las gracias y se subió a un colectivo. Estaba excitada. No quedaban restos siquiera del insomnio. El amor es muy puto. Tenía que encontrar a ese tipo. Aunque más no fuera para tomar un café con él, y escuchar su                       SEGUIR LEYENDO>>