Hector Abad Faciolince - AGUIRRE

 


La camisa de Aguirre,
el mejor de mis amigos,
fue azul y está muy sucia.
Huele un poco, y no a ámbar,
pero a mí no me importa.
La camisa de Aguirre
está rota en el codo
y también en el hombro;
de tan gastada es casi transparente;
el cuello es un jirón
sin forma, ennegrecido.
Cada vez que nos vemos
le doy otra camisa de las mías
y aunque él se las prueba
después no se las pone
porque la tela es áspera, me dice,
por usada que esté.
Le lastima, se queja,
su delicada piel de pergamino.
Parece un pordiosero. Yo lo llevo
al mejor restaurante de esta villa.
A la entrada nos miran
como quien ve pasar dos esperpentos.
Él arrastra las piernas, que le duelen,
y lleva su bastón decorativo.
Nos sentamos y pide una cerveza;
yo, en cambio, pido vino.
Hablamos de la vida.
Aguirre sabe todos mis secretos
o al menos los sabía.
No ha olvidado mi nombre,
pero mira mi pelo y me pregunta
cuándo se puso blanco
y por qué llevo barba.
Quiere saber mi edad y se sorprende
cuando le digo que no son treinta y uno.
Pide bagre apanado, yo filete.
Por probar su agudeza le pregunto
qué piensa de los curas:
“Unos farsantes”, dice.
¿Y los hijos? lo azuzo.
“Nunca te olvides, Héctor,
de que todos los hijos,
todos sin excepción,
son unos hijueputas”.
Aguirre va a cumplir este domingo
ochenta y cuatro años.
Sus hijas no lo quieren;
él no quiere a sus hijas.
En cambio yo lo quiero como un hijo.
¿Como un hijo de puta?, me pregunto.
Su único sostén es una coja,
Aura –mi hermosa moza–,
vieja casi como él,
que trabaja por él, por él delira.
Le pregunto por ella.
“Aurita es un fenómeno”, me dice.
Luego baja la voz:
“No olvides que este amor es clandestino”.
¡Es un pecado público!, le digo,
y entonces nos reímos.
Hablamos de la muerte.
“Yo tengo la conciencia
de que esto se acabó”,
me dice, subrayando la palabra.
Le pregunto por qué y me responde:
“Porque ya nada, nada me interesa.
Sé que sigo viviendo por güevón
y porque no me atrevo
a quitarme la vida”.
Le digo que algún día
yo me pienso tirar por la ventana.
“Qué bien –me dice–; ojalá yo lo hiciera”.
Salimos muy despacio
del mejor restaurante de la villa.
La clientela nos mira.
Parezco un oligarca
y él parece un mendigo.
Lo llevo adonde vive,
en un noveno piso
por Suramericana.
Subiendo en ascensor
recitamos poemas al unísono:
De Greiff, Machado, Barba…
Al entrar le confieso
que últimamente escribo poesía.
Se le ilumina el rostro:
“Es la mejor noticia que me has dado.
No hay oficio más puro en esta vida”.
Nos despedimos
sin siquiera tocarnos, como siempre.
“Voy a hacer una siesta”,
es lo último que dice.
Y lo último que yo hago
es abrir la ventana
para que entre el aire, y entra ruido.