H e pensado mucho si valía la pena escribir sobre Afganistán. Es obvio que soy lego en la materia y que no puedo arrojar ninguna luz explicativa, ni geoestratégica ni nada. Tampoco soy capaz de añadir algo que no se haya escrito ya en los periódicos. Sólo se me ha ocurrido que, precisamente por ser lego —a diferencia de los tertulianos televisivos, que se convierten en expertos en cualquier asunto tras una noche en vela consultando Internet—, quizá me cabe expresar la misma incomprensión que debe de asaltar a buena parte de la humanidad seguidora de las noticias. Porque lo cierto es que no entiendo a los políticos actuales, sean jóvenes o veteranos como Biden y Trump. No entiendo cómo han montado un desastre como el de Afganistán.
No entiendo que, durante veinte años de ocupación del país y de Gobiernos controlados o supervisados por Occidente (el de Karzai primero, luego el del huido Ghani), nadie se diera cuenta de que su corrupción y su latrocinio eran tan exagerados que el Estado no se podía poner en marcha adecuadamente. No entiendo que Occidente creara un ejército regular afgano (Biden ha repetido que contaba con 300.000 hombres, cuatro veces más que los contingentes talibanes, y que estaba bien pertrechado tras los miles de millones de dólares en él invertidos), y que nadie reparara en que era una fuerza inútil, parcialmente atontada por el opio y completamente desmotivada, al revés que sus enemigos, poseídos de vehemente determinación. No entiendo, por tanto, que la segura lucha que vendría en cuanto Estados Unidos anunciara su retirada, le fuera encomendada en exclusiva a tal fuerza débil. Tampoco que el anuncio de dicha retirada se hiciera en mayo o así, meses antes de su prevista conclusión (31 de agosto), dando sobrado tiempo a los talibanes para iniciar su reconquista con garantías de que no iban a ser parados ni a encontrar apenas oposición. En realidad esa retirada la pregonó Trump un año antes, en 2020, con su habitual falta de escrúpulos, y encima mantuvo conversaciones y pactó con los talibanes, que no le parecieron tan bárbaros ni crueles como se decía. Lo grave no es que “se dijera”, sino que, entre 1996 y 2001, el mundo vio y supo de sus atrocidades: no sólo albergaban los campamentos terroristas de Al Qaeda y al mismísimo Bin Laden, sino que impusieron la sharía en su versión más salvaje y retrógrada, con manos cortadas por un hurto, lapidaciones por adulterio o por “actos impuros”, ejecuciones públicas de disidentes como único entretenimiento para la población, ya que el resto fue tajantemente prohibido: la música, el baile, el deporte (ajedrez incluido), la radio y la televisión, las series y libros extranjeros, la risa de las mujeres… Ah, qué decir de las mujeres. Obligadas a vestir burkas, a no trabajar, a no estudiar a partir de los diez años, a no salir a la calle más que acompañadas de un varón (ni siquiera para acudir al médico), a permanecer encerradas y ocultas. Los talibanes destruyeron toda obra de arte pre o no musulmana, piezas valiosísimas e insustituibles. El mundo asistió estupefacto a distancia. Yo, lo lamento, no entiendo cómo durante los veinte años que no estuvieron en el poder no se acabó de algún modo —no necesariamente violento— con esa secta de criminales, ni cómo se ha podido tratar con ellos confiando en que hubieran cambiado o evolucionado, una gente que justamente detesta y se niega a evolucionar. No entiendo que ahora se hable de “talibanes moderados”, como en su día no entendí que, cuando apareció Erdogan en Turquía, se lo calificara universalmente de “islamista moderado”. Tanto lo uno como lo otro suponen una absoluta contradicción en los términos, y así se ha comprobado con Erdogan.
Tampoco entiendo que, vista la rapidez del avance talibán a lo largo del verano, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Italia, Suecia, Holanda, España, no comenzaran la evacuación de su personal diplomático, sus nacionales y los afganos que los habían ayudado durante dos décadas… hasta que Kabul ya había caído. Un par de semanas antes el famoso aeropuerto no habría sido un caos infernal y acaso todavía operaban vuelos regulares. ¿En verdad a nadie se le ocurrió que iba a suceder lo que sucedió? Y, por favor, ¿qué lumbreras pensaron que los talibanes se habrían “reformado”, que ahora serían respetuosos caballeros cumplidores de su palabra, que no engañarían, que no esclavizarían a las mujeres de la manera más repulsiva? Escribo esto a finales de agosto, y tampoco entiendo que las feministras de nuestro Gobierno —Belarra, Montero— no hayan soltado más que unos mezquinos tuits antiamericanos y no se hayan preocupado por esas mujeres aplastadas, que ven hundirse su mundo de relativas libertades. Bueno, se han preocupado ¡por los afganos LGTBI!, a quienes han instado a inmolarse. O quizá sí lo entiendo. Es el mismo fenómeno de desenmascaramiento y falsedad que se dio en esas articulistas que llevan la Segunda República tatuada en la frente y se aprovechan de ella, y en cambio callaron deliberadamente cuando Iglesias ofendió a sus dignos y sufrientes exiliados al asimilarlos... con el habitante de un lujoso palacete belga conocido como Puigdemont.
Fuente: El País Semanal