Antes de entrar en tema, debo confesar que escribo este texto como un acto de lucha. Busco, como un débil sísifo (igual a todos en toda edad y toda latitud) hacer que la convicción se sobreponga al cansancio y a la tristeza. Es lo humano, lo único certeramente humano. Inevitable, por nuestra fragilidad, posible gracias a verdades que lo son en sí y por sí, inherentes y eternas, y nos mueven por serlo, y por ser lo que somos.
A ellas me apego, como se ha apegado a ellas la razón desde que avizorara su luz lejana aproximarse en el mar turbulento de la historia: “Les hommes naissent et demeurent libres et égaux en droits”, proclama la revolución francesa (“los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos”); “all men are created equal, … they are endowed by their Creator with certain unalienable Rights, … among these are Life, Liberty and the pursuit of Happiness”, proclamaba un par de años antes el Thomas Jefferson de la revolución que fundó los Estados Unidos de América (“todos los hombres son creados iguales, dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; entre ellos la Vida, la Libertad, y el derecho a buscar la Felicidad.” )
El poder y los derechos humanos
Estas son más que palabras hermosas o sueños de unicornio. Son los pilares de una visión política del ser humano como núcleo de la modernidad. Aplicadas, desde el inicio, con toda la imperfección de que el humano es capaz y con todo el empeño en buscar la perfección que lo marca de nacimiento, constituyen el credo de la civilización; verdades, que como inscribió Jefferson en la Declaración de Independencia, son “self-evident”, es decir, libres de toda duda, incuestionables, ciertas sin que haga falta más demostración que sí mismas.
¿A alguien se le ocurre, hoy en día, proponer que no todos los seres humanos “nacen libres”, o que no todos tienen derechos inalienables, como la vida y la libertad, y el derecho a perseguir la felicidad? Respondo, porque desafortunadamente esta pregunta no es una flor retórica, ni una burbuja que se deshaga al contacto con la realidad: al poder.
Lo hace, desde que el código de la modernidad se volvió norma, con la misma artera voluptuosidad con la que los cristianos han violentado el “ámense los unos a los otros” durante más de dos mil años, y quizás por las mismas razones. Lo hace mientras levanta banderas ‘emancipatorias’ y escribe constituciones que contradicen su práctica, mientras denuncia a otros poderes por no cumplir la norma, por violar los derechos humanos.