Hace dos semanas fue baleado en su propia casa el presidente de Haití, Jovenel Moïse. En cuanto se supo que el magnicidio había sido ejecutado por un grupo de veintiséis exmilitares colombianos, varios medios de comunicación, adscritos al bloque geopolítico bolivariano, decidieron que el gobierno de Colombia estaba detrás del atentado.
Sugerir o afirmar que Bogotá estaba implicada, a pesar del expedito apoyo del gobierno de Iván Duque a la investigación sobre el atentado, quería decir que su principal aliado internacional, Estados Unidos, y específicamente el gobierno de Joe Biden, también estaba detrás del crimen. Moïse, quien sostuvo una excelente relación con Donald Trump, era otra víctima del imperialismo yanqui.
Siempre se supo que dentro de los prófugos de la operación había cinco haitianos, involucrados en el diseño del magnicidio. Uno era un funcionario del Ministerio de Justicia, en paradero desconocido. Otro, nada menos que el Jefe de Seguridad de Palacio Presidencial, que se encuentra bajo arresto. Ellos y un exiliado haitiano, con aspiraciones presidenciales, fueron los cerebros de la operación.
El instinto de descartar una trama de lucha interna en Haití y transferir toda la responsabilidad a poderes extranjeros como Colombia o Estados Unidos puede ser definido como colonialismo al revés. Medios que se presentan como guardianes del anticolonialismo no pueden admitir que en Haití haya actores políticos nacionales con semejante capacidad de pugna por el poder.
En otro país del Gran Caribe, Nicaragua, se ha vivido una auténtica redada contra líderes de la sociedad civil y organizaciones opositoras. La misma prensa bolivariana, que apuntó a Bogotá y a Washington, tras el asesinato de Moïse, oculta o justifica el encarcelamiento de decenas de opositores pacíficos, bajo leyes de seguridad nacional muy parecidas a las de las dictaduras de derecha de la Guerra Fría.
¿En qué se sustenta el respaldo a Ortega? Esencialmente en la idea de que el gobierno orteguista —evitemos llamarle sandinista— es una víctima de Estados Unidos, a pesar de no estar sometido a un embargo comercial como el que sufre Cuba y haber tenido muy buenas relaciones históricas con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Las sanciones contra Nicaragua son más recientes y, aunque tan equivocadas como las de Cuba y Venezuela, no legitiman la represión.
Ese respaldo acrítico a la perpetuación de Ortega en Nicaragua también es colonial al revés. Lo que lo fundamenta es que, sin Ortega, Nicaragua volvería a ser una colonia de Estados Unidos. La voluntad general nicaragüense se personifica en el líder y cualquier alternativa es asumida como antinacional y partidaria de la hegemonía de Washington. El reemplazo final de la ideología por la geopolítica, en la izquierda bolivariana, reproduce el tópico, acendradamente colonialista, de que no hay vida política interior en las naciones caribeñas.
Otra escena del colonialismo al revés tiene lugar, ahora mismo, en Cuba. A dos semanas del estallido social en decenas de pueblos y ciudades de la isla, provocados por una serie de causas concretas, confirmadas por los mejores economistas y sociólogos del país (rebrotes de Covid-19, desabastecimiento de medicinas y alimentos, pérdida de poder adquisitivo, alza de precios), y, desde luego, por el reforzamiento de sanciones de Estados Unidos, el gobierno cubano y sus aliados sostienen que los “disturbios” fueron un nuevo intento de golpe de Washington.
Ni los miles de cubanos que salieron a las calles, ni los tantos intelectuales, artistas o líderes de la sociedad civil que rechazan la represión, son sujetos autónomos. No hay agencia en ninguno de ellos, sólo gestos de ventrílocuos del imperio y sus algoritmos. La realidad cubana está sobredeterminada por el diferendo con Estados Unidos. Cuba, por tanto, sigue siendo una colonia.