La democracia fatigada en la que viven la mayoría de los países de nuestro entorno ha asentado al menos dos prácticas: los cargos que ejercen poder son consecuencia de procesos electorales y, con razonable frecuencia, se da la alternancia entre quienes disputan el usufructo del poder. Sin embargo, en el último lustro se han ido asentando prácticas que tienden a erosionar sendos comportamientos que parten del seno de las propias prácticas democráticas. Así, frente a la posibilidad del acoso que pudiera darse desde el exterior del sistema por parte de sectores genuinamente antidemocráticos son actores insertos dentro los que conspiran contra la naturaleza de este.
El politólogo español que enseñó durante décadas en la Universidad de Yale, Juan J. Linz, atisbó este problema y descargo en parte la responsabilidad en lo que él denominó la oposición semileal. En los partidos y actores políticos semileales se registraba la presencia intermitente, de manera atenuada o ambivalente de ciertas características de deslealtad que analizó con detalle.
Si este escenario era entendible en el seno de países socioeconómicamente muy polarizados y con expresiones profundamente totalitarias como las que se daban en la Europa de la década de 1930, en las que diferentes fuerzas exógenas aspiraban a asaltar el poder, la diferencia que se puede percibir en la actualidad es que la tensión se da en el seno del establecimiento político. Ello significa que los productos de la propia democracia, que son los gobiernos, son elementos conspirativos de primer orden contra el propio devenir de la política. De esta manera, se da paso a la insólita actuación de gobiernos semileales.
Tratándose de instancias que son producto de elecciones periódicas, libres y competitivas, una vez en el poder los gobiernos plantean estrategias de acoso y derribo de los mecanismos que auspiciaron su llegada. En primer lugar, promocionan la desconfianza en el quehacer de las instituciones que se ocupan del juego electoral y, luego, plantean su sustitución por otras sobre las que puedan ejercer su completo control.
El carácter semileal en América Latina
En América Latina, lo acontecido en los últimos días en diferentes países tiene componentes obvios de este carácter semileal en el comportamiento gubernamental. En este sentido, Brasil es el caso más obvio y, a la vez, preocupante por tratarse del país más relevante e influyente por su peso económico y demográfico. Su presidente, Jair Bolsonaro, ha intentado, sin éxito, eliminar el sistema de voto electrónico instaurado en 1996 e incuestionado hasta la fecha por estimar que estaba diseñado para favorecer fraudulentamente la candidatura de Luiz Inácio Lula da Silva frente a la suya en los comicios de 2022.
Esta campaña de promoción de la desconfianza, no obstante, trajo consigo que 300 personalidades, fundamentalmente vinculadas al mundo de la economía y de la empresa, publicaran el cuatro de agosto un manifiesto cuestionando las “aventuras autoritarias” de Bolsonaro. Las denuncias de este solo han encontrado eco en algunos sectores ultraderechistas y ni siquiera la mayoría de los partidos que apoyan a su gobierno avalan estas críticas. Esto se reflejó en la derrota que sufrió la propuesta gubernamental en la Cámara de Diputados el 10 de agosto al quedarse lejos de los 308 votos necesarios con 218 votos en contra, 229 a favor y una abstención, resultando así archivada la enmienda constitucional que había impulsado para que se imprimieran los votos.
Un escenario algo parecido se encuentra en México al calor de la crisis que vive el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación, reflejada en la reciente dimisión de su presidente, José Luis Vargas. Vargas había llegado a esa posición con el respaldo del gobierno y era un peón fundamental para llevar a cabo la reforma que pretende el presidente del país, López Obrador, y que lleva anunciándose por el enfrentamiento de este con el Instituto Nacional Electoral, la prestigiosa institución encargada del manejo de los procesos electorales. De lo que se trataba era que lo que aprobara el INE fuera sistemáticamente rechazado por el Tribunal y viceversa. Así, el descrédito de lo electoral, fomentado desde la instancia gubernamental, estaba servido.
En el trasfondo se daba cabida al deseo del presidente de contar con un sistema electoral a su imagen y semejanza. En una de sus diarias intervenciones mañaneras, el presidente descalificó al magistrado electo para reemplazar a Vargas, Reyes Rodríguez, por un supuesto tuit en el que éste lo habría insultado. Sin embargo, este último denunció que ese tuit era consecuencia del hackeo de su cuenta. Pero el daño público ya estaba hecho porque López Obrador remató esa denuncia clamando por la renuncia de todos los magistrados, lo que abriría una brecha constitucional con serias consecuencias derivadas del reemplazo de Vargas y, de nuevo, el inevitable proceso de incremento de la desconfianza institucional alimentado desde el gobierno.
El Salvador constituye un caso diferente, pero sus connotaciones vienen derivadas también del atrabiliario proceder presidencial. Nayib Bukele acaba de auspiciar la aprobación por parte del gobierno que preside de un borrador de proyecto de una nueva Constitución que recoge la ampliación de su mandato de cinco a seis años, así como que no sea necesaria la aprobación de las reformas constitucionales por parte de la Asamblea Legislativa vigente y su ratificación por la siguiente, sino que se sustituirá este último paso por un referéndum. Un escenario asimismo de claro desprecio a las reglas de juego con que fue elegido y de manipulación que introduce un notorio sentimiento de sospecha.
Las cosas pintan mucho peor en Nicaragua donde el deterioro político es abrumador y el gobierno actúa aquí de forma absolutamente desleal. El Consejo Supremo Electoral inhabilitó el seis de agosto al partido Ciudadanos por la Libertad que encabezaba una alianza opositora contra la reelección del presidente Daniel Ortega en los comicios del siete de noviembre. En los últimos dos meses el gobierno nicaragüense arrestó a más de 30 opositores políticos, entre ellos siete aspirantes a la presidencia, activistas estudiantiles, líderes del sector privado, abogados defensores y otros. Ortega, de 75 años, y su esposa y actual vicepresidenta Rosario Murillo de 70, son candidatos por su partido, el Frente Sandinista, para su tercera y primera reelección respectivamente.