Juan Orlando Pérez - LOS QUE NO SE ECHARON A LA CALLE

 La inmensa mayoría de los cubanos no se echaron a las calles de la isla el domingo 11 de julio a protestar contra el gobierno de Miguel Díaz-Canel. La principal razón de esas buenas personas para no unirse a las manifestaciones, quedarse en sus casas, y hasta ponerle una tranca a la puerta, no es afecto por Díaz-Canel, por quien ninguno de ellos votó para hacerlo presidente. No es, ni mucho menos, que se sientan satisfechos con la vida en Cuba, o que crean las explicaciones del gobierno para justificar por qué los cubanos tienen que vivir tan mal como viven. Y tampoco es, no exactamente, el miedo. Por supuesto, hay miedo, ese vicio, esa lepra no se cura tan fácilmente, no en un día. Cualquiera podía imaginarse, cuando comenzaron a llegar noticias de las protestas en San Antonio de los Baños y Palma Soriano, que la policía, las boinas negras y la Seguridad del Estado les iban a dar una tremenda mano de golpes a los que sí se echaron a la calle. Pero no es solo el miedo, a que te partan la cabeza de un porrazo, a que te echen dos años, o veinte, en el Combinado o en Kilo no sé cuánto, a que te boten del trabajo o de la universidad, a que a partir de ahora tu familia se quede marcada como contrarrevolucionaria, y que hasta tus hijos pequeños sean declarados mercenarios pagados por la CIA, lo que paraliza a mucha gente que no es, no realmente, cobarde.

Hay, quizás, una falla colectiva de imaginación. La mayoría de los cubanos no se ven a sí mismos en las calles, demandando libertad, o la renuncia del presidente de la República, enfrentándose a la policía, resistiendo las acometidas de las tropas especiales, acampando de noche en medio de una avenida, o de la Plaza de la Revolución, y volviendo en la mañana a marchar y a gritar y a pelear, y así día tras día, hasta que lleguen noticias de la caída del gobierno; eso es algo que hace la gente en otros países, no en Cuba. El hábito de la obediencia, la mansa aceptación de la autoridad del Estado, la medieval reverencia hacia el poder del monarca, son comunes entre los cubanos, la gran mayoría de los cuales no han vivido un solo día de sus vidas en democracia. Esa tampoco es una razón suficiente; otros pueblos han adquirido muy rápidamente, cuando las circunstancias propiciaron ese cambio, el hábito y el placer de la desobediencia. Mucha gente tiene todavía una indisoluble afiliación moral y sentimental a la historia y la mitología de la Revolución; salir a la calle con «gusanos» y «escoria» a gritar insultos contra Díaz-Canel es algo que nunca van a hacer, una línea que no van a cruzar. Por mala que esté la cosa en Cuba, por inepto que les parezca el gobierno, por inadecuado que les parezca Díaz-Canel, más repugnancia les causa la idea de que Estados Unidos, o peor, Miami, tome el control de la isla e imponga una agresiva restauración capitalista. Han estado muchos años gritando «¡Pa’ lo que sea Fidel!», para de repente empezar a gritar «Díaz-Canel singao». Llevan toda una vida susurrando «Vivo en un país libre…», para ponerse ahora a cantar «Patria y Vida», una canción que les dice que la Revolución en la que creyeron fervientemente, y quizás todavía creen, fue «maligna», un puñado de mentiras. Pero tampoco esa tenaz nostalgia revolucionaria de muchos cubanos, quizás patética, pero no siempre, ni mucho menos, deshonesta, explica por qué, siendo tan catastrófica la situación de Cuba, siendo tan clara la evidencia de que Díaz-Canel no tiene idea de lo que está haciendo, siendo tan palpable la incompetencia, negligencia y crueldad del gobierno cubano, las protestas del 11 de julio atrajeron solo unos pocos miles de personas a lo largo de la isla. Nadie ha contado, pero, ¿cuántos se echaron a la calle? ¿Diez mil, veinte mil en total, cincuenta mil? Eso es mucho para Cuba, nunca tanta gente se había manifestado simultáneamente contra el gobierno en distintos puntos de la isla desde 1959, es lo nunca visto, pero como está el país, uno se habría imaginado que millones de personas estaban listas para unirse a una protesta, aunque fuera solo por el exquisito placer de gritar e insultar a Díaz-Canel a cielo abierto, para que todo el mundo los pudiera oír. La gran mayoría de los cubanos, tranquilitos, siguieron los acontecimientos por Facebook, hasta que les quitaron Internet.

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