A la memoria de Alberto Rodríguez
Los sismos, los terremotos, los cataclismos y todo ese tipo de movimientos tectónicos que han llevado a opinar a algunos que la tierra no es un planeta habitable, demuestran que el mundo no está terminado, o que su existencia es un permanente hacerse. Frase que, aunque parezca rara tiene ciertas connotaciones políticas. Pues la política es, antes que nada, movimiento. Allí donde la política termina de moverse, desaparece.
Un mundo políticamente congelado es ideal de dictadores, un ideal ptolomeico en contraposición al copernicano que no solo postuló el heliocentrismo sino, además, anticipó la visión relativa a que no solo la tierra se movía sino que la vida es el movimiento (energía) y el movimiento es la vida. No otra es la tesis central de la obra de Galileo “la revolución de las esferas celestes“, a la que si tomamos en serio, vale decir, en un sentido meta-astronómico, o sea filosófico, nos lleva a afirmar que la vida de por sí es revolucionaria en contraposición a la muerte que es contrarrevolucionaria.
Chile: del estallido social a las primarias y desde ahí enfilando hacia las presidenciales
Si
quisiéramos demostrar a nivel sudamericano por qué la política
solo es política cuando se mueve, no encontraríamos otro ejemplo
mejor que el dado por Chile en los últimos dos años.
Quiero
afirmar que en Chile ha tenido lugar -no en el sentido
marxista-leninista, ni mucho menos chavista o castrista del término, pero sí en el sentido de Galileo Galilei- una revolución política
cuyos resultados no son hasta ahora definitivamente visibles.
Revolución constitucional, la llamó el ex candidato presidencial
Andrés Velasco.
El estallido de octubre del 2019, el
destape de capas socio-tectónicas ocultas que abrieron el cráter
donde se escondía una profunda desigualdad social, sacó a la calle
a multitudes sin conducción ni líderes, sin programas ni partidos,
a protestar por razones diversas, pero todas sociales. Masas alegres
coreando consignas del pasado y del futuro pero también a vándalos
destrozando estatuas y quemando iglesias por doquier.
Ambivalente
y heterogénea como toda gran movilización social, prometía la
chilena transformarse en un río sin cauce en medio de un cambio
climático sin precedentes. Ante esa visión apocalíptica, la clase
política, tal vez presintiendo que con el estallido social se les
iba la vida, en lugar de construir un dique de contención, como mal
hizo Duque frente al estallido colombiano, construyó un canal
llamado "cambio constitucional". Así, el movimiento social
fue constitucionalizado, institucionalizado y, sobre todo,
politizado.
El plebiscito constitucional de octubre de
2019 dio curso libre a una nueva Constitución encargada de situar
una marca histórica entre el Chile post- pinochetista y el Chile
que viene, a quien nadie se atreve todavía a ponerle un nombre. Las
elecciones constituyentes del 15 y 16 de mayo de 2021 revelaron a su
vez de forma nítida la nueva base política sobre la cual se
sustentaría la nueva Constitución: Crecimiento acelerado de la
izquierda emergente, desgaste de la izquierda tradicional, debacle de
la derecha centrista y casi desaparición de la ultraderecha, pero
sobre todo –y esto cambiaría el juego en los partidos– un
crecimiento enorme de los independientes o “sin-partidos”. Las
constituyentes fueron potencialmente un acto de rebelión en contra
de la clase política establecida, pero sin salirse de los cauces
institucionales y constitucionales.
Inevitablemente la energía política desatada en los eventos anteriores debía penetrar en la lucha partidista. Evento que portó consigo tres grandes novedades: Primero, la participación electoral fue numerosa. Segundo, los resultados fueron inesperados. Tercero, la geometría política centrista de Chile fue recuperada.
En el bloque llamado Apruebo Dignidad, Boric, con su discurso izquierda-centrista se impuso al comunista Jadué y su discurso clasista. En el bloque de la derecha centrista, Chile Vamos, el centroderechismo más económico de Sichel se impuso al centrismo mas político de Desbordes y del derechismo tradicional de Lavin. En los dos bloques fue mostrado que el codiciado objeto del deseo político yace en el centro y no en las puntas.
Y Cuba también se mueve
Si
trasladamos el principio copernicano a la dinámica política,
podremos comprobar que los cuerpos no celestes de la política
tienden a resistir el principio de la inercia buscando el movimiento
que les da vida. Visto así, la libertad, incluyendo a la libertad
política, es el triunfo de la movilidad sobre el principio (mortal)
de la inercia. La libertad será siempre libertad de movimiento, no
solo físico sino también de ideas. Es por eso que toda toda
dictadura busca petrificar a la política convirtiendo a la
ciudadanía en simple población demográfica. Pero la vida quiere
vivir. No otro es el sentido de la consigna hecha canción por el
movimiento San Isidro aparecido en Cuba en noviembre del 2019, Patria
y Vida, opuesta a la tétrica Patria o Muerte de los
Castro, hoy administrada por ese revolucionario sin revolución
llamado Díaz Canel.
Del estallido social cubano ya
sabemos lo suficiente como para percibir de que se trata de un
colectivo deseo de vida, de un grito desesperado por ser, de una
expresión masiva por la libertad. En ese sentido, más que un
movimiento político, el que hizo puesta en escena el 11-J fue un
movimiento existencial. Sus antecedentes cercanos se encuentran en la
rebelión cultural y urbana de los intelectuales y artistas del país.
Luego en el grito de San Antonio de los Baños cuyos ecos despertaron
muchedumbres en todo el país.
Los intelectuales y artistas viven en las
urbes. La rebelión social viene de las entrañas rurales y
suburbanas de la Cuba profunda. Ambos confluyeron en un solo río. El
movimiento del el 11-J puede ser así considerado como una carta de
presentación de su propia existencia. Espontáneo, ha sido
catalogado por muchos observadores, al observar que el movimiento no
posee ningún liderazgo definido. Manipulados por EE UU, fue la
respuesta de la nomenclatura. Ni lo uno ni lo otro. Una cosa es que
un movimiento no tenga líderes ni partido y otra es que sea
espontáneo.
Espontáneo, en el léxico político,
significa un estallido anárquico y desorganizado. Pero en Cuba
sucedió lo contrario: el solo hecho de que se expandiera tan
rápidamente desde los poblados más lejanos hacia las grandes
ciudades y que en todos los lugares fueran coreadas las mismas
consignas y que sus participantes hubiesen decidido poner término a
todas las manifestaciones a la misma hora, habla de un alto grado de
sincronía, de intensiva comunicación (digital) interna. Hay pocas
dudas: estamos en presencia de –para usar un término de Gramsci-
un movimiento orgánico, uno que a diferencia de otros muy locales
como el “Maleconazo” de 1994, atraviesa a la nación de punta a
cabo. Con ese movimiento, explícito y manifiesto como el que hizo
acto de presencia el 11-J, tendrá que convivir, de ahora en
adelante, la dictadura de Díaz Canel.
Nadie puede
predecir cual será el destino del movimiento del 11-J. La
posibilidad de que la represión logre desmembrarlo, debe ser
considerada. El aparato policial y militar cubano está hecho para
reprimir a su propio pueblo. Pero que eso no suceda, depende también
de las formas que asumirá en el movimiento en el futuro. Por el
momento lo más importante es preservar su existencia física. A
partir de ahí, la tarea será asegurar su existencia
política.
Probablemente los miembros del movimiento del
11-J saben muy bien que no basta salir a las calles y gritar “abajo
la dictadura” para que el régimen comience a retirarse. Por el
momento, lo que más requiere es mantener continuidad. En otra
palabras, que el régimen se vea obligado a reconocer al 11-J no solo
como un enemigo externo sino como una oposición interna.
Por
lo menos el movimiento del 11-J logró que Díaz Canel tuviera que
reconocer algunos errores. En sistemas que reclaman para sí el don
de la infabilidad, no deja de ser este un hecho importante. Llevar la
discusión al seno de la casta dominante será luego uno de los
principales objetivos a cumplir. Sin disidencias, sin trizaduras
internas, ningún régimen se viene abajo. Eso significa, para el
movimiento que recién nace, mantenerse atento a cualquiera
posibilidad de comunicación con los personeros del régimen. Nunca
cerrar todas las puertas.
No hay que olvidar que más allá
de toda diferencia política existe el “factor humano”. En no
pocas experiencias históricas hemos visto a miembros de regímenes
dictatoriales que terminan por disentir. Nunca faltan los que se dan
cuenta de que seguir manteniendo a gobiernos ilegítimos lleva a
callejones sin salida. Hay quienes también no quieren pasar a la
historia como verdugos de sus pueblos. No hay transiciones sin
deserciones. Llámense Gorbachov como en la URSS, de Klerk como en
Sudáfrica, Suárez como en España, Krenz como en Alemania
comunista, o generales como Mathei en Chile o Jaruzelski en Polonia
(Hans Magnus Eszenberger los llama “héroes de las retirada”).
Pero para que estos aparezcan tiene que haber condiciones. La
principal de ellas es la existencia de un movimiento democrático
abierto a la comunicación política.
Las dictaduras no
caen como sucede en las películas. El fin de las dictaduras -para decirlo en tono hegeliano– ocurre cuando los opresores
entienden que la liberación de los oprimidos conduce a la liberación
de los opresores. ¿Darán los cubanos el paso que lleva desde el
estallido social a la política formal? Eso no depende solo de ellos.
Pero tampoco solo de las fuerzas externas. Dependerá de la
conjunción entre una presencia política interna y el apoyo
internacional. De no ocurrir esa conjunción, en lugar de producirse
la cubanización de Venezuela podría tener lugar una venezuelización
de Cuba.
Venezuela y sus fallidos estallidos
sociales
Hay estallidos y estallidos. Si nos
atuviéramos a las imágenes televisivas, Venezuela también ha
vivido a lo largo de los periodos madurista y chavista, diversos
estallidos sociales. Pero las imágenes no hablan por sí solas, como
suele decirse. No basta que miles y miles salgan a protestar si los
objetivos no son traducidos en resultados políticos.
En
Venezuela la furia movilizadora vivida durante “la salida” del
2014, así como las movilizaciones del 2017, fueron numéricamente
superiores a las de Chile y Cuba, pero sus consecuencias políticas
nunca cristalizaron. En otros términos, la tarea de dotar de sentido
político a los estallidos no fue cumplida por las dirigencias
partidistas. Encauzar, ese es el verbo.
En Chile las
movilizaciones fueron encauzadas de modo institucional,
constitucional y ahora, electoral. Cuba está en la lista de espera.
En Venezuela, las movilizaciones, si tuvieron conducción, fue en
torno a un solo objetivo: derrocar a Maduro. O lo que es igual,
intentar conseguir mediante el estallido callejero lo que no había
sido posible en las urnas. ¿De dónde proviene esta idea? A mi
entender, de un falso paradigma.
A través de diferentes
periodos, los dirigentes de la oposición venezolana, aún los que
piensan en términos derechistas, han adoptado el esquema
voluntarista que caracterizó a las llamadas izquierdas
revolucionarias de los años sesenta. Por de pronto, todas creen en
el arrojo de un líder heroico, llámese María Corina Machado,
Leopoldo López, Juan Guaidó, quienes con consignas incendiarias
pondrán en movilización a masas irredentas, marchando sin vacilar
hasta llegar a Miraflores. Imaginan que bajo el calor de la lucha,
como en las películas de Eisenstein, los soldados depondrán las
armas para plegarse a la causa de los pueblos. Creencia que explica
la enorme irracionalidad de los discursos políticos de los líderes
opositores, todos basados en la apología de “la dignidad”, del
valor, de la presión nacional e internacional.
Por
supuesto, la oposición venezolana ha ido a elecciones, pero estás
nunca han sido asumidas como un medio para conquistar espacios y
continuar avanzando, sino como simple táctica en el marco de una
insurrección permanente. Así, después de la conquista de la
Asamblea Nacional en el 2015, a la que intentaron convertir en
cuartel general de la insurrección, buscaron la inmediata caída de
Maduro mediante un revocatorio que naturalmente el gobierno nunca iba
a aceptar Y, lo peor, descuidando las gestas electorales que deberían
tener lugar a nivel regional. Así fue como antes de la gran
capitulación electoral del 2018, ya habían regalado a Maduro
alcaldías y gobernaciones.
Después de las conversaciones
de Santo Domingo, donde los opositores fueron a parlamentar con el
gobierno sobre elecciones pero sin haber levantado siquiera una
candidatura (!!) fue impuesta la tesis de la abstención, llamada por
sus panegiristas, “abstención activa”. Así, Maduro sería
elegido legalmente presidente, gracias a la oposición venezolana.
Cuando Juan Guaidó fuera proclamado presidente no elegido por nadie,
la oposición, bajo la conducción aventurera de Leopoldo López,
secundado por el oportunismo de otros políticos, fue confirmada en
las calles de Caracas, la tesis insurreccional (o fin de la
usurpación) .
Como es sabido, Guaidó no dijo
absolutamente nada acerca de como conseguir un objetivo tan lejano y
ambicioso. Lo supimos recién el 30 de Abril del 2019. La
insurrección del pueblo no iba a ser más que la puesta en escena de
un miserable golpe de estado.
Si algún valor tiene la trayectoria política de la oposición venezolana es haber mostrado a las oposiciones de otros países lo que justamente no hay que hacer para luchar en contra de un gobierno autoritario, llámese dictadura o no. Una lección que deberá ser tomada en cuenta en países como Nicaragua y Cuba.
Ya habiendo llegado al límite de sus contradicciones, algunos dirigentes de la oposición venezolana están reconsiderando sus posiciones, e intentan, sin mística, sin pasión, como derrotados de antemano, regresar a la vía electoral. Hay quienes piensan que más vale tarde que nunca. Hay otros que recuerdan la frase de Gorbachov: “Quien llega tarde será castigado por la historia”. El problema es que los castigados no serán los dirigentes sino los miembros de un sufrido pueblo aplastado por un gobierno corrupto, violento y militar.
Casi como un ritual, cada cierto tiempo, más para satisfacer a la comunidad internacional, sobre todo a su fracción europea, la oposición dice aceptar simulacros de diálogo, pero siempre poniendo como condición imposible la renuncia de Maduro, o lo que es lo mismo, exigiendo nuevas elecciones presidenciales antes del tiempo constitucionalmente fijado.
De nada ha servido que las voces más cuerdas de la oposición los hubieran alertado. Renunciar a la lucha electoral, se les ha dicho, significaba renunciar a la lucha política, desconectar a todos los partidos de sus bases sociales, encerrase en el vacío de la nada, vivir en el fétido pantano del inmovilismo político.
Si la oposición venezolana quiere ser una oposición de verdad, tendrá que hacerse de nuevo. No hay otra alternativa. No basta decir ahora vamos a las elecciones y después no vamos, para concitar el apoyo de las mayorías. Si algo ha sembrado esa oposición, es desconfianza en su torno
Hacerse de nuevo no significa hacer rodar cabezas, aunque más de alguna debería caer. Significa simplemente reconocer de modo público los errores cometidos, fijar las responsabilidades colectivas y personales en la debacle que los llevó a desperdiciar una enorme mayoría electoral, y levantar un programa democrático a ser cumplido de acuerdo a plazos fijados por la Constitución. Significa, además, convertirse en defensores y no en detractores de la democracia, dando un ejemplo al interior de sus propias organizaciones y partidos. Y no por último, significa aprender que los estallidos sociales no son un fin sino un comienzo de la lucha política.