Desde hace tiempo vengo escribiendo sobre la crisis de representación política en los países occidentales. Para razonar sobre ella he utilizado un esquema de pensamiento más bien simple. Entiendo que esta crisis no se explica solo por lo político, sino por fenómenos que toman forma estructural en espacios colindantes, entre ellos, las transformaciones que han tenido lugar en las innovaciones materiales, principalmente en el largo proceso que lleva desde el modo de producción industrial al modo de producción digital.
1.
La revolución digital lo ha cambiado todo. En primer lugar, la formación social en cuyo interior vemos que, sin haber desaparecido, los trabajadores y empresarios industriales ya no están situados en el centro de la conflictividad, cuando más en uno de sus segmentos. La época de las grandes y heroicas huelgas obreras ha quedado atrás y pertenecen al romanticismo social de la modernidad temprana. Una enorme y abigarrada masa de trabajadores, algunos de los cuales realizan sus labores en sus propias casas, diagramadores, programadores, productores de servicios, relacionadores públicos, empresarios y trabajadores en una sola persona, no están organizados ni en partidos ni en movimientos. Ni siquiera en instituciones laborales. Cada uno por su cuenta. La individualización, tan necesaria en la formación personal, ha derivado en puro individualismo, tanto como ideal de vida, tanto como ideología de la desconexión social.
En segundo lugar, la digitalización de la vida ha acelerado el proceso de globalización de los mercados y con ello la alienación del trabajo por el capital se ha vuelto sideral. Si Marx pasó años tratando de descifrar la composición orgánica del capital, hoy nadie intenta hacerlo porque entre otras cosas es imposible cuando entre propietarios y trabajadores no media ni siquiera una relación geográfica. El capitalismo global es, para sus actores, invisible.
Lo mismo pasa con la generación de plus-valor. Nadie sabe a ciencia cierta entre cuales consumidores de Europa o EE UU o China será comprado el producto generado por combinaciones transnacionales, diseñado en Alemania, con tornillos que se producen en una maquila mexicana y con fitros elaborados en unos talleres de Filipina (digo esto mientras describo como ejemplo a la cafetera de mi casa).
Ahí reside la raíz de la crisis política de nuestra era: la desarticulación social no tardaría en expresarse en desarticulación política. No pocos autores ya lo han dicho: los partidos clásicos de la modernidad industrial ya no son representativos. Vuelvo entonces a repetir metafóricamente una tesis ya presentada: las cuatro ramas del árbol de la modernidad política -la conservadora, la liberal, la socialcristiana y la socialdemócrata- ya no cubren el espacio social al que una vez bajo sus sombras cobijaron. El espacio de la representación política ha sido vaciado o lo, que es casi igual, virtualizado. Los partidos políticos ya no son históricos, sino circunstanciales. En muchos casos simples siglas que operan de acuerdo a la lógica del mercado.
La relación entre partidos y partidarios ha sido alterada. El elector ha sido convertido en consumidor de ofertas parciales. En breves palabras, la crisis de representación política consustancial a la modernidad tardía, al fragmentar la política, no tardaría en deteriorar su propio espacio de reproducción: la vida pública. No se trata por supuesto de que la vida pública ha desaparecido. Pero sí, está vaciada. Y ese vacío, como todo vacío, es a la vez un campo magnético de atracción para nuevas ofertas políticas.
El vaciamiento del espacio público no tarda en repercutir en el espacio privado, formado en contraposición al primero. De acuerdo a los ya antiguos pero siempre atractivos enunciados de Niklas Luhman, cada subsistema genera otro subsistema en un campo que es más que la suma y síntesis de todos sus subsistemas. La diferencia entre los subsistemas de lo público y de lo privado es que en los primeros sus cambios son visibles y en el segundo, precisamente porque es privado, son opacos. No obstante, sin lo público como correlato de lo privado, puede suceder, y de hecho está sucediendo, que las tensiones de lo privado, al haber sido levantados los límites que las separan de lo público, irrumpen – valga la paradoja- en la vía pública. El hecho de que el campo de lo público haya sido inundado por subpolíticas de género, por demandas familiares y sexuales, religiosas y hasta raciales, todas sin representación partidaria, nos revela la propia crisis de la vida pública.
Antiguas teorías relativas a la formación de procesos de democratización que llevarían a un enriquecimiento de la política en tanto práctica pública, se encuentran en retirada. Dicho entre nosotros, las teorías de Habermas han perdido vigencia (en verdad, es más fácil criticar al papa en el Vaticano que a Habermas en alguna universidad alemana). Pero el hecho de que todo el andamiaje habermasiano repose sobre la base de discursos formados a través de una relación inter-comunicativa, no puede tener lugar en escenarios donde conviven seres, grupos, movimientos y partidos incomunicados entre sí. Esa es la tesis implícita de uno de los aportes sociológicos más interesantes de los últimos meses. Me refiero al libro de Bernd Stegemann titulado Die Öffentlichkeit und ihre Feinde (La vida pública y sus enemigos, en traducción libre) título derivado del clásico de Karl Popper (La sociedad abierta y sus enemigos).
2.
Como el libro de Bernd Stegemann no ha sido traducido a otros idiomas me limitaré solo a mencionar cuatro tesis del autor. La primera dice que la crisis de la política ha dejado un espacio que tiende a ser llenado por asociaciones incomunicadas entre sí. La segunda dice que los populismos, sobre todo los de derecha, ofrecen formas de comunicación internas (no discursivas) que no dejan lugar ni para el debate público ni para la resolución de contradicciones sociales. La tercera tesis dice que al no existir comunicación entre las distintas instituciones que comienzan a poblar el espacio público, el discurso político será sustituido por un discurso identitario (de raza, de género, de religión). La cuarta tesis dice que al haberse deteriorado el discurso político cobra vigor el discurso moral, o más bien, moralista.
De acuerdo a mi terminología, podríamos decir que el espacio vacío de lo público comienza a ser llenado, pero lo que llena ese espacio no llena sino vacía. ¿Otra paradoja? Así es. Pues una de las características de la nueva fase de la modernidad reside en el hecho de que las contradicciones tienden a ser sustituidas por paradojas. Las paradojas representan contradicciones no resueltas. En el vocabulario paradójico de nuestro tiempo podríamos agregar que, sin tratamiento de las contradicciones, lo que parece terminar es, nada menos, que la visión dialéctica de la vida.
Si nos atenemos a la primera tesis de Stegemann, lo que realmente caracteriza la vida pública de nuestros días es que entre los distintos “sub-sistemas” no hay contradicciones ni inter ni extra sistémicas. Y sin contradicciones, en un mundo de sub-sistemas paralelos, incomunicados entre sí, no puede haber ni negación de la afirmación, ni afirmación de la negación, ni mucho menos negación de la negación. O sea: no puede haber dialéctica y si entendemos que la dialéctica es antes que nada gramatical y discursiva, no puede haber enfrentamiento político. Y bien, ese es campo abonado para la vegetación populista.
Stagemann entiende el populismo en un sentido descriptivo: movimientos que ofrecen soluciones simples para problemas complejos pero cuya representación no es representativa. A primera vista parece acercarse a la concepción del más destacado teórico del populismo: Ernesto Laclau. Pero es solo una apariencia. Laclau entendía el populismo como un fenómeno que articula demandas heterogéneas y contradictorias entre sí y en cuyo interior prevalece un debate por la hegemonía, lo que lleva a que la representación desemboque en una condensación generadora de símbolos difusos. Y bien, eso es lo que precisamente falta en el populismo de nuestro tiempo. Para poner el ejemplo más notorio, el populismo de Trump integra en nombre de “nuestra gran nación” a los más ricos y a los más pobres, pasando por el mundo de propietarios intermedios, pero sin que los ricos, los pobres y los sectores intermedios cedan un mínimo de su identidad. El populismo de Trump se parece más a esa alianza entre la chusma y las elites que vio Hannah Arendt en los preludios del totalitarismo. Ni la chusma se identifica con las elites ni las elites con la chusma. Dicho en lenguaje basal: “vamos juntos pero no revueltos”. En esas condiciones, símbolo y hegemonía se confunden en una sola persona extremadamente autoritaria y, por cierto, muy autónoma: en este caso, Trump. O dicho así, Trump no representa a las masas trumpistas pero las masas trumpistas representan a Trump. De este modo, tanto al interior como al exterior del fenómeno populista, florecen los discursos identitarios, pero sin tocarse entre sí.
3.
La política identitaria semeja un edificio de departamentos. A cada identidad un departamento. Por lo común, quienes habitan uno, no tienen la menor comunicación con quienes viven abajo o arriba o al lado. En cada departamento rigen códigos diferentes de comportamiento. Lo importante es vivir juntos pero separados. Cuando más una sonrisa o un saludo en las escaleras. Así tenemos un departamento para gays, para lesbis, para feministas, para ambientalistas, para indigenistas, para islamistas. Cada uno con su propia identidad sexual, ideológica, nacional, religiosa, pero sobre todo, con su propio discurso identitario y micro-totalitario.
Por supuesto, cada familia de cada departamento se siente superior a las otras porque su sexo, nacionalidad, religión, creencia, mitos y tabúes, no son intercambiables. Y entre identidades no intercambiables solo hay diferencias sin contradicciones. Y al no haber contradicciones tampoco hay debates. Y al no haber debates, no hay política. Casa uno con lo suyo, con su verdad y con su discurso. La política de las identidades, vecinas o paralelas, es anti-política.
En una vida pública fragmentada, sin interacciones ni contradicciones, no puede haber política. Hecho que lleva a dibujar un círculo vicioso. Si la apoliticidad del espacio público surgió como consecuencia de la autonomización de la política, el vacío político acelera a esta misma autonomización. Sucede así que la política y los políticos son elevados a una suerte de estratósfera desconectada de una sociedad que no asociada difícilmente puede ser llamada sociedad. Una verdadera tragedia, según Stegemann. Bajo esas condiciones, y ante la ausencia de un discurso político, la discursividad política es sustituida por una ideología de la moral a la que sus seguidores confunden con la política.
Una moral sin política, de acuerdo al Max Weber de Política como Profesión, es una moral moralista. Una moral basada en verdades exclusivas, en prohibiciones y en tabúes y, sobre todo, en la censura a palabras arrancadas de contextos. El dedo rector del moralismo se erige con furia en contra de la belleza del arte, en contra de la audacia del pensar, en contra del espíritu del ser.
No faltan por supuesto quienes en nombre de una moral superior intentan dictarnos normas políticas. Contradiciendo incluso experiencias como la polaca, la sudafricana, la chilena, la española, invocan a una supuesta supremacía moral que niega todo contacto verbal con el enemigo. Preferible es para ellos vivir en estado de pureza virginal bajo una dictadura o gobierno autoritario, que buscar salidas a través de la negociación y del diálogo. De este modo terminan jugando el juego que más acomoda a dictaduras y autocracias: la eliminación del debate, la sustitución del argumento por el estigma. Se da entonces la paradoja (otra paradoja) de que en países regidos con mano autoritaria como Rusia, Hungría o Venezuela, las oposiciones, en lugar de horadar a los respectivos gobiernos, endurecidas ante la ausencia de práctica política, terminan convertidas en proto-autoritarimos, hechos a imagen y semejanza de los gobiernos a los que dicen oponerse.
Pero sobre esos temas me extenderé en próximos artículos. Solo cabe consignar por el momento que el moralismo, vale decir, la moral como ideología, es uno de los productos más visibles de la crisis de la política de la llamada posmodernidad.
El antiguo refrán que dice: "Dios me libre de los amigos, que de los enemigos me libro yo", podría entonces ser readecuado a las condiciones que priman en nuestro tiempo: "Dios me libre de los moralistas, que de los inmorales me libro yo".