Ahora que mucho va volviendo acelerada y voluntariosamente a la normalidad, es el momento de ver si algunos echaremos algo de menos del tiempo de la pandemia. En lo que a mí y a cualquiera respecta, no deseamos que eso regrese jamás. Parece que sólo los cercanos se acuerden de sus muertos, decenas de millares. Lo mismo ocurre con los enfermos, millones a los que aún no se sabe si les van a quedar secuelas. Médicos y sanitarios han sufrido lo inimaginable y han padecido numerosas bajas en el cumplimiento de su deber. Muchos negocios han cerrado para siempre, mucha gente está sin empleo y debe vivir de la caridad. Los estragos del coronavirus son tantos… Sólo cabe esperar que no retorne, ni nada que se le parezca.
A todos, además, nos ha afectado mentalmente hasta un punto todavía difícil de calibrar. Hay quienes no se atreven a salir a la calle ni a quedar, quién sabe cuándo nos sentiremos plenamente como antes. Lo que ya se advierte es que las predicciones más ñoñas no se van a cumplir. Se anunció que la plaga nos uniría y nos haría mejores. Que nos obligaría a reflexionar sobre la vida alocada y hueca que llevábamos, que nos daríamos treguas y pausa, que apreciaríamos la lentitud y enriqueceríamos el espíritu; que distinguiríamos lo necesario de lo superfluo (los obsesivos móviles), el porqué de nuestros viajes constantes, de nuestros afanes y prioridades. Que daríamos importancia a lo que la tiene y se la restaríamos a lo que no. Que seríamos menos atolondrados y más prudentes. Una bobada ilusa tras otra, con las excepciones de rigor.
Desde el final del estado de alarma se ha asistido a una descerebrada carrera hacia lo que habíamos abandonado por causas de fuerza mayor. Y algunos nos damos cuenta de que, en medio de la tristeza y el horror, ciertas cosas no nos sentaron mal. No estuvo mal aquella primera fase en la que todos estábamos pendientes de todos, llamándonos o enviándonos mensajes, interesándonos por la salud ajena. No ha estado mal (sí para la hostelería y los hoteles, lo sé) que las ciudades estuvieran libres de la peste turística que las convierte en invivibles, que no hubiera masas en las calles arrastrando maletas y que se procurara no chillar. Que los que salíamos a unos recados nos alegráramos de ver a otra persona y tendiéramos a ser amables con ella, sabedores de cuánto arriesgaban la panadera, el quiosquero, el librero, la cajera del súper, el camarero, los transportistas, fontaneros y demás. Cada cosa que se esforzaba por funcionar la agradecíamos de corazón. Las noches madrileñas eran tristes en comparación con nuestros hábitos, pero no ser despertados a las cuatro de la mañana por pandillas gritonas, beodas o simplemente imbéciles era una no desdeñable compensación. También era agradable no ser arrasado por bicis, odiosos segways, patines y patinetes invasores de las aceras, lo mismo que ver Madrid sin apenas obras ni ruido, cuando la obsesión de alcaldes y alcaldesas es destriparlo todo innecesariamente a la vez. Eso ya ha regresado, faltaría más, con el nuevo maniaco Almeida.
Cada cual formó su pequeño núcleo o familia. Los que la teníamos lejos y podíamos contagiarla si nos reuníamos con ella, hemos visto los escasos rostros que hemos visto como si fueran apariciones de la Virgen para los pastorzuelos de antaño. Me ha dado mucha alegría ver tres veces a la semana la cara sonriente de mi más que asistenta Aurora; otras tres veces, los ojos azules, vivos, temerosos y risueños de mi inteligente colaboradora y vieja amiga Mercedes; a diario, brevemente, al salir o entrar por el portal, la simpática expresión de mi portera Lola. De vez en cuando, la figura protectora de mi compañero de colegio y cardiólogo José Manuel. Oír todas las noches la voz optimista y humorística de Carme, mi mujer, y de tarde en tarde las de los nietos Unai y Berta. Me honra que esta, tan pequeña, no me haya olvidado tras meses y meses sin verme, aunque solo sea para darme una “orden” telefónica en catalán: “Que em cantis”. Y algo le canto, hasta que se aburre o se cansa. O con frecuencia las de Julia, Daniella, Tano, Pilar y Juan. Estos núcleos se han hecho fundamentales, y a todas esas personas les guardaré gran gratitud.
Bienvenida la normalidad, claro. Pero ya percibo que todo será igual de idiota que antes: gente que muere de frío por correr una maratón, o el Everest atiborrado de basuras que tiran los memos izados hasta su cumbre; festejos veraniegos por miles en este país que sólo concibe la bulla, playas atestadas de sudorosos que no saben qué hacer consigo mismos, cruceros devastadores. De nuevo Las Meninas y La Gioconda tapadas por muchedumbres que les darán la espalda para hacerse un estúpido selfi ante ellas; peregrinos desnortados en los aeropuertos y Venecia vandalizada otra vez, lo mismo que cualquier monumento. Las tiendas más espantosas reabrirán para vender sus souvenirs. Echaré de menos el ritmo apaciguado, y que nadie moleste para proponer tonterías. Echaré de más el vocerío, la grosería sin freno y el ejército de termitas humanas que reanudará su tarea de corroerlo, estropearlo y destruirlo todo por nada, por vacío y rudimentaria diversión.
Fuente: El País Semanal 27.06. 2021