Para quienes no están en las marchas, la última semana ha sido una cuarentena dentro de una cuarentena: una cuarentena al cuadrado. Así se han sentido las noches, y a veces también los días, en este país que se había vuelto a encerrar para sobrevivir un tercer pico de covid más mortífero que los anteriores. Todo se complicó el miércoles 28, cuando el paro nacional que había sido convocado días atrás hizo estallar la calle. A pesar de que la mayoría de los marchantes lo hicieron pacíficamente, en ciudades como Cali y Bogotá hubo suficientes destrozos, detonaciones y rumores aciagos para asustar a una ciudadanía ya enclaustrada por motivos pandémicos.
Para los que estaban en las calles, en cambio, esta era una cita postergada desde noviembre de 2019. Ese mes comenzó un ciclo de protestas que terminó en una “Gran Conversación Nacional” ideada por el Gobierno del presidente Iván Duque y que poco satisfizo a los manifestantes. Luego llegó la pandemia, que puso todo en pausa. Pero el inconformismo siguió incubándose, principalmente entre los jóvenes. Faltaba una chispa para que, como un bosque que ha acumulado demasiadas ramas y hojas secas, se produjera la conflagración.
La chispa la puso un proyecto de reforma tributaria “por medio del cual se consolida una infraestructura de equidad fiscalmente sostenible”, etc. Un documento que junto a su “Exposición de motivos” sumaba más de 300 páginas. La reforma se necesitaba para tapar el hueco fiscal producto de la pandemia, pero entre sus artículos había dos que harían enfurecer a la clase media: una extensión del IVA a productos de la canasta básica que hasta ahora estaban exentos y una ampliación de la base de contribuyentes que buscaba que al menos un millón de personas que actualmente no declaran impuesto de renta lo hicieran.
El Gobierno adujo, con razón, que la reforma tenía componentes sociales importantes. El principal de ellos era hacer permanente Ingreso Solidario, un programa de emergencia creado para la pandemia que provee una renta básica a tres millones de hogares y fue invaluable para evitar que miles de personas cayeran en la miseria. Incluso economistas críticos del Gobierno estuvieron de acuerdo (así lo reconocieran solo en privado) en que la reforma beneficiaba a los sectores más pobres de la población.
¿Por qué entonces salió todo tan mal? Se ha dicho que fue inoportuno presentar un proyecto tan ambicioso cuando las finanzas de millones de familias están hechas trizas. Que la reforma afectaba desproporcionadamente a la clase media urbana, más proclive a la movilización y la protesta. Que el Ejecutivo es impopular, sobre todo entre los jóvenes, y no tiene conexión con la gente común. Algo de cierto hay en todo eso, hay otro culpable en este caso que hasta ahora ha pasado agachado.
Un país elige a un presidente para que lleve a cabo un programa de Gobierno. Y quienes quieren un programa distinto deben esperar a hacerse elegir. Esas son, más o menos, las reglas del juego. Pero entre un Gobierno y otro siguen existiendo diferencias en la sociedad, vertientes ideológicas que deben contar con un espacio en el cual tramitarse. Ese espacio existe: se llama Congreso. Y era allí donde el proyecto tributario tenía que haber sido estudiado y, como el Ejecutivo no contaba con los votos para hacerlo aprobar, probablemente derrotado. Sin embargo, los líderes de los principales partidos de oposición sometieron al presidente a un chantaje: “Si no quiere que haya gente en la calle contagiándose de covid, retire la reforma”. Lo increíble fue que lo dijeran quienes tenían en sus manos el poder de modificarla o incluso hundirla, si eso deseaban.
Así las cosas, las 300 páginas de cifras y tecnicismos fueron expulsadas del escenario natural donde debían debatirse y fueron puestas a la consideración de la calle. Y la calle decidió que de lo que servían era de lumbre. Si en las calles hay gente berraca, como se dice en Colombia, es porque este fue, sí, un fracaso del Ejecutivo. Pero también fue un fracaso estruendoso, un abandono de deberes, del Legislativo.
El resultado es el estallido de los últimos días. Manifestaciones legítimas, pero también destrucción, saqueos, incendios. Bloqueos viales que cortan el suministro de alimentos a los mercados y de oxígeno a los hospitales. Quince estaciones de policía quemadas en Bogotá, una de ellas con diez agentes adentro. Cuando escaparon, fueron atacados a golpes.
El saldo más trágico, sin embargo, es el de al menos 24 muertes, casi todas civiles, cuyas circunstancias el Estado debe aclarar cuanto antes. Múltiples videos en redes sociales evidencian un uso desmedido de violencia por parte de miembros de la Fuerza Pública, situación que desmorona el respaldo interno e internacional al Gobierno y exige ser repudiada y sancionada con dureza.
Cuando la calle puso a Sebastián Piñera contra las cuerdas en 2019, al presidente chileno le quedaba un fusible por quemar: acceder a reformar la Constitución, como exigían los manifestantes. Iván Duque no tiene esa opción. La Constitución colombiana de 1991 goza de amplia legitimidad, sobre todo entre quienes hoy protestan. La única salida es atender el inconformismo del pueblo, aunque con márgenes de negociación sumamente estrechos.
El presidente ya dio un primer paso: el lunes aceptó la renuncia del ministro de Hacienda, después de retirar la reforma tributaria el domingo, tal y como exigían los líderes de la oposición. Las protestas, sin embargo, se agudizaron, lo que lleva a preguntarnos qué tanto representan realmente esos líderes a los manifestantes. Una de las dificultades de esta negociación es que no está del todo claro con quiénes hay que negociar.
Thierry Ways es empresario e ingeniero colombiano.
El País, 7.05.2021