Alexander Lukashenko, el último dictador de Europa (o penúltimo, el gobernante de Hungría, el también putinista Victor Orban, le pisa los talones) mandó secuestrar a un avión poniendo en peligro la vida de 170 pasajeros occidentales. El aparente objetivo: arrestar a un crítico del régimen de Bielorrusia. El más probable objetivo: desafiar a Europa Occidental en nombre del dueño del circo: Vladimir Putin. “¿Qué más tiene que pasar para que la UE y Occidente actúen finalmente con determinación?” preguntó, sin ocultar su indignación el reportero jefe de la DW, Midrag Soric.
¿Qué significa en este caso actuar con determinación? Para entender esa frase tenemos que considerar la dimensión de los hechos. Objetivamente, el acto de desviar un avión que sobrevuela territorio europeo es una violación a las convenciones internacionales, un atentado a la soberanía de un país miembro de la UE, un acto terrorista y criminal. Así lo han dicho algunos representantes de la UE en Bruselas. Puede entenderse como un acto de guerra. O por lo menos como uno de abierta hostilidad. Frente a este hecho, el secuestro del activista bielorruso Roman Potrasevich y de su novia Sofía Sapega resulta, a pesar de toda su alevosía y maldad, secundario con respecto a lo que significa romper la normatividad internacional a través de un operativo militar.
Como era de esperarse, la UE reaccionó de la única forma que sabe reaccionar: de modo reactivo, con sanciones, algunas simples amenazas, otras probablemente más realizables. Hay además reacciones que bordean el ridículo, entre ellas las del ministro del exterior alemán Heiko Maas quien anunció que las sanciones serán llevadas a cabo en “forma de espiral”. Con toda seguridad, a esta misma hora, después de un anunciado almuerzo conjunto, Putin y Lukashenko se mueren de la risa gracias a la “espiral” de Maas.
Lo que de verdad toma forma de espiral son las provocaciones de la siniestra pareja autocrática. Van de menos a más. A los dos les tiene sin cuidado la opinión pública mundial y mucho menos la de Europa a la que, según un ideario compartido, consideran un continente en decadencia moral e incluso política. En cierto modo tienen razón: la política internacional europea, si es que existe, es decadente, vale decir, burocrática, sin objetivos y radicalmente predecible. La UE es, cuando más, una unión geográfica, administrativa, monetaria, comercial, pero para ser política le falta mucho todavía.
Fue error de la oposición bielorrusa, así como la de Navalny y sus seguidores, haber confiado en que los países europeos iban a dar un apoyo incondicional a sus iniciativas. Putin, un muy buen conocedor de Europa, lo sabe muy bien. Sabe por ejemplo que después de los crímenes que comete cada cierto tiempo, levantará una polvareda, pero también que pocos días después nadie hablará más de eso. Menos aún en tiempos de pandemia. Además, Putin no está solo.
Así como ocurrió durante el tiempo de las tiranías comunistas pro-soviéticas, Putin también tiene organizaciones que lo apoyan en todos los países europeos: son los movimientos y gobiernos nacional-populistas, en su mayoría de extrema derecha, pero también algunos de izquierda, entre ellos Podemos en España, los socialistas de Melenchon en Francia, la Linke en Alemania. Lo importante para Putin es que, siendo de derechas o de izquierdas, estén todos en contra de la Unión Europea. En ese punto reside la diferencia fundamental entre el imperio chino y el ruso.
Mientras el imperio chino es económico más que político, el ruso es político más que económico. De ahí que el objetivo de Putin sea, en primera línea, conquistar la hegemonía política, y si es posible, la territorial, sobre Europa. Si alguna vez, para poner un ejemplo, los lepenistas lograran apoderarse del gobierno de Francia, Putin tendrá la mitad del camino hecho.
Salvo raras excepciones son pocos los políticos que se atreven a decir, a viva voz y en público, que el atentado espacial de Lukashenko no fue fraguado en Minsk sino en Moscú, en el mismo Kremlin. Todo habla a favor de esa hipótesis. El cometido fue un atentado de enorme magnitud, un hecho sin precedentes en tiempos de paz como para que un enano internacional como Lukashenko se hubiera atrevido a cometerlo por su cuenta sin el permiso del gigante vecino. Para nadie es un misterio que Bielorrusia no es un país autónomo sino, cuando más, una provincia de Rusia. Solo incautos periodistas europeos no lo creen. No han faltado los que arguyen que con sus sanciones la UE estaría arrojando a Lukashenko en los brazos de Putin, como si alguna vez el dictador bielorruso hubiera sido un demócrata, como si fuera políticamente recuperable, como si Bielorrusia hubiera sido, antes del atentado aéreo, una república independiente.
No fue por tanto casualidad que Putin, pasándose la opinión pública por el forro, hubiera recibido a Lukashenko inmediatamente después del atentado, con los brazos abiertos, como si su intención hubiera sido burlarse de Europa ante los ojos del mundo entero. Y ese fue quizás su propósito. Mostrar de modo directo que su gobierno hace lo que quiere, cuando quiere y como quiere en Europa.
“Ha llegado la hora de dejar de demonizar a Bielorrusia” dijo el ministro del exterior ruso Sergei Lavrov. Lo peor es que tiene razón: el verdadero demonio no está en Bielorrusia sino en Rusia.
Solo tres gobiernos europeos mostraron una directa oposición a Putin/Lukashenko: Lituania, Polonia y Ucrania. El hecho de que las tres naciones sean colindantes con la Rusia de Putin, esto es, territorialmente amenazadas, explica en gran parte esa actitud. La violación del espacio lituano es equivalente a una ocupación territorial, precisamente en un país que en el pasado reciente fue propiedad del imperio soviético. En Polonia a su vez, sus habitantes saben que toda expansión rusa comienza o termina en Polonia. Hecho problemático y paradójico para el gobierno que controla el nacional-populista Kazinsky. Por una parte Kazinsky es definitivamente anti EU y en esa posición su mejor aliado es el autócrata húngaro quien a la vez es el mejor amigo de Rusia en Europa. Pero a diferencias de este último, el polaco es como todo gobierno nacionalista de ese país, anti- ruso (por lo menos, acata la opinión pública nacional polaca que es y será definitivamente anti-rusa). Ucrania es en cambio el país más afectado, entre otras cosas, porque está en la mira expansionista inmediata de Putin. Precisamente avistando ese hecho, el inteligente presidente del Partido Verde alemán, Robert Habeck, planteó que Europa debe ayudar con armas al gobierno de Ucrania. Palabras que le costaron la protesta no solo de la izquierda bien pensante alemana, sobre todo al interior de su propio partido, sino también la de la socialdemocracia y por cierto, la de los partidos putinistas, como son la Linke (cuyo objetivo es liquidar a la OTAN) y la proto-fascista AfD, partidaria abierta del putinismo.
Habeck, sin embargo, pensó en perspectiva. En junio del 2021 tendrán lugar conversaciones directas entre Putin y Biden. El objetivo de Biden será marcar las líneas de separación geopolítica entre ambas naciones, las únicas que, de acuerdo a la política exterior de Biden, podrían asegurar una duradera paz mundial. Y bien, Biden y sus colaboradores entienden que las primeras líneas de demarcación son las que separan a Rusia de Ucrania. Visto así, puede ser que la violación del espacio aéreo europeo no haya sido más que un intento de Putin para poner el tema de Bielorrusia y no el de Ucrania en el centro de las conversaciones con Biden. Esperemos que la experiencia de Biden sepa entender esa artimaña. Si es así, la UE, como ocurrió con Europa occidental durante todo el periodo de la Guerra Fría, no tendrá más posibilidad que someterse a la conducción de los EE UU y abandonar el sueño de una Europa política y militarmente soberana. Lamentable.
Los demócratas europeos siguen aprisionados en la trampa que ellos mismos tendieron. La de creer que la democracia liberal es un dogma inapelable, uno que obliga a renunciar a la defensa frente a enemigos, sean estos potenciales o reales. Lo que no han podido entender es que si la democracia liberal se convierte en dogma, deja de ser liberal (pues no hay dogmas liberales). Mucho menos han entendido que para poder subsistir en un mundo de lobos, hay que mostrar cada cierto tiempo los dientes. Sobre todo cuando los lobos, llámense Lukashenko o Putin, ya ni siquiera se toman la molestia de vestirse con piel de oveja.