Perplejos o anestesiados, los contribuyentes asisten al espectáculo de solemnes imposturas de indignación o redención con las que justificar las intrigas palaciegas de este Antiguo Régimen disfrazado digitalmente, cuyos ecos epidérmicos saltan a las pantallas a golpes de cálculo de audiencias e intereses ocultos. Los empleados de la política, para los cuales izquierda o derecha son los nombres de las máscaras en escena, parecen quedar en actores secundarios de tramas invisibles con suculentas remuneraciones y la función de entretener el morbo de televisiones y redes. La tramoya de los parlamentos en tiempos de descomposición del Estado-nación genera un espectáculo estéticamente grosero. La trama de la representación, en el sentido teatral del término (el que en verdad opera), es de una calidad afín a la decadencia histórica de España y Europa. ¿Es esto democracia? ¿Es la democracia hoy algo más que espectáculo de masas cuyo timbre de distinción es su oferta de realidad frente a las series de las plataformas digitales? ¿Es conveniente engañar al pueblo? (con esta pregunta Federico II convocó en 1778 a los ilustrados para dirimir la cuestión). ¿No está implícita esa pregunta en la ruidosa mímica parlamentaria actual? SEGUIR LEYENDO>>