Era en tiempos de Pascuas, un viernes a la tarde o a la nochecita –no pretendan que recuerde tanto detalle– en el salón de la sinagoga de la calle Arenales donde se reunía SIJÁ, la Sociedad Israelita Juvenil de Avellaneda, en la Avellaneda del sur, la del otro lado del Riachuelo, la fabril y proletaria, aclaro, por si acaso.
Fulano –no puedo recordar su nombre– y yo estamos sentados a una mesa. Él hace de abuelo y yo, de nieta. Representamos, en un escenario de teatro, la celebración del primer Séder, la cena tradicional de la Pascua judía que llamamos Pésaj. Es el 19 de abril de 1943 y estamos encerrados en el ghetto de Varsovia. Yo enciendo las velas y rezo la oración Baruj Atá Adonai Eloheinu… para pedirle a Dios, nuestro señor, rey del universo, que la bendiga, porque soy la única mujer de la familia que queda viva.
Al abuelo lo habíamos caracterizado con una gorra, una barba y su bigote, pegados con buena voluntad. Yo, con una pollera demodé y cubierta con un chal tejido, actuaba mi texto, memorizado con mucha disciplina. El abuelo sostenía la Hagadá, el libro donde se formulan y responden las preguntas de ese ritual de la memoria que actualiza la salida de Egipto hacia la libertad: por qué hoy comemos pan chato, por qué hierbas amargas, por qué verduras en agua salada… Pero lo más importante que escondía el libro abierto de la Hagadá esa noche era el machete con la parte del guión del abuelo, porque no se lo había estudiado.
Yo, imbuida del espíritu de rebelión de la juventud del ghetto, de la decisión de enfrentar a la bestia nazi y elegir nuestra manera de vivir o morir, le recordaba al abuelo viejo algo del tiempo pasado, tal vez la chispa de dignidad humana que había perdido en el encierro y le preguntaba: “¿Te acuerdas abuelo?” Y él me respondía… no, caramba, no me respondía, no se acordaba su texto, buscaba en su papel escondido su turno para contestar, los ojos se le revolvían, inclinaba la cabeza a la pesca del renglón perdido. Yo, cual actriz canchera, rellenaba el hueco de silencio con un “¿te acuerdas abuelo… …o no te acuerdas… …te acuerdas o no te acuerdas?”, mientras le sacudía un brazo, frenética e impotente, porque no era una tarde para olvidos. Entonces se le empezó a despegar la barba, se le caía. Con la mano izquierda trataba de pegársela de nuevo al mentón y con el dedo índice de la derecha seguía persiguiendo la frase huidiza en las intimidades de la Hagadá… Hasta que se le empezó a enroscar la punta algo acartonada del bigote que parece que tampoco estaba muy bien pegado. Desde las bambalinas alguien se apuró a accionar la grabación con los estruendosos cañonazos de las tropas de las SS que ese día, al mando del general Jürgen Stroop, habían entrado al ghetto dispuestas a eliminar y/o deportar a los 50.000 judíos que quedaban relativamente vivos –de los 500.000 que habían sido– y con tiros de carabina, explosiones de granadas caseras y el ratatatá de alguna metralleta provista por la resistencia polaca, con que la ZOB -organización de combate del ghetto- se rebelaba desde las ventanas y los techos de los edificios, desde los bunkers, los pasadizos y las alcantarillas, por las que, cuando ya todo habría terminado, unos pocos pudieron escapar.
Dicen que el general Stroop entró al ghetto el 19 de abril porque al día siguiente era el cumpleaños del Führer y Heinrich Himmler quería agasajarlo con el regalo de los cadáveres agujereados, bordados con los flecos del manto de rezos que les colgarían ensangentados bajo las chaquetas y con la estrella amarilla que los identificaba como judíos. También querría obsequiarle esos ojos que, entre aturdidos y aterrados, desaparecerían en la oscuridad del vagón cerrado con candados que los transportaba al campo de exterminio de Treblinka o a los trabajos forzados de Majdanek, Poniatowa o Trawniki. Pero también entró ese 19 de abril porque es la fecha más importante del júbilo judío, la celebración de las Pascuas de la libertad y, sobre todo, porque es la noche de la memoria, de recordar que fuimos esclavos antes de ser un pueblo con historia que repite obcecadamente el relato a su prole para que no sean olvidadas las marcas del pasado, tal como el Dios de todos los judíos nos lo había ordenado.
Y digo de todos los judíos porque nuestro viejo Dios ya no nos buchonea, no discrimina creyentes de ateos. Repantigado en la eternidad de su ocio posmoderno, goza en parafrasear aquella famosa respuesta de Perón y suspira: judíos somos todos, mientras los que lo negamos esperamos que nos inscriba en el libro de la vida aunque no ayunemos el Día del Perdón. Más aún, entretenido en su propia creación, se fue reconfigurando en nuevas religiones monoteas, una dentro de la otra, como en un juego de muñecas rusas, para expandir sus edenes globales. Pero como el positivismo y la modernidad han puesto en evidencia sus supercherías, sus verdades acientíficas, sus negligencias pasadas y las tropelías que se han cometido y se cometen en su nombre, no sería de extrañar que incluso se haya vuelto ateo de sí mismo, digo yo, en un acto de reconversión dialéctica.
En la inocencia de nuestra infancia en el salón adjunto a la sinagoga de la calle Arenales estábamos cumpliendo el mandato de recordar, memorando a los que recordaban y a los que hoy, en este otoño de Pascuas engarzadas o superpuestas, hemos seguido recordando. El General Stroop quería eliminar a un pueblo, siguiendo las órdenes de Himmler. Borrar su historia, quitar el recuerdo de su existencia de la memoria humana y por eso ordenó, en una acción definitiva, que la Gran Sinagoga, último resto de los judíos de Varsovia, volara por los aires.
De todas formas, de ese Dios cuya existencia no atestiguo, he recibido las letras para formar palabras y el mandato de ordenarlas en un relato que dé testimonio de las realidades negadas, al tiempo que prendo una vela por cada millón de judíos, por cada gitano, polaco, comunista, homosexual o discapacitado asesinado por los nazis, por cada uno de los treinta mil que nombramos por las calles cada 24 de marzo, por la tierra que los palestinos reverencian cada 30 de marzo, por las almas del pueblo armenio que gimen cada 24 de abril.
Los equinoccios del norte y del sur son inequívocamente tiempos pascuales, preñados de memorias de sufrimiento, muerte y resurrección, concentrados en símbolos con los que marchamos acompañando a la historia. Caminan los esclavos judíos y desarrapados en busca de su libertad con su matzá que no tuvo tiempo de levar; camina el Cristo su ascenso al Gólgota con la cruz de madera que prometería a los pobres y los marginados un paraíso de consuelo; caminan las Madres la ronda circular con sus pañuelos blancos, recuperando a sus muertos que yacen bajo el agua y devolviéndoles su identidad a los que vagan en el limbo con un nombre equivocado. Y todavía celebraremos una cuarta Pascua caminando, simplemente caminando, símbolo de que estamos vivos después de la peste, o tal vez portando el estandarte de una ridícula jeringa, que tal vez presida los altares de los templos, dentro de mil años, cuando hayamos creado nuevos dioses.
Sí, ya sé, me van a decir que una vez descubrimos que en las Pascuas nada está en orden. Démosles otra oportunidad, a las Pascuas, digo.