La anunciada desaparición política de Raúl Castro es un buen momento para volver sobre la dualidad de significados que encierra la Revolución cubana. Fue sin duda la revolución más hermosa del pasado siglo, teñida del heroísmo de sus protagonistas y del anuncio de una transformación que evitaría las cargas de criminalidad represiva y de burocracia del antecedente soviético. Cuando entra en La Habana al frente de sus barbudos, Fidel es “un héroe griego en un orgasmo colectivo” (Carlos Franqui). Se presenta como redentor, heredero de José Martí, portavoz de una revolución humanista, que incluso tolera la supervivencia del conservador Diario de la Marina. Busca apoyo en los comunistas, pero desconfía de ellos y aplastará más tarde a sus líderes cuando intenten afirmar su hegemonía.
El hermano menor, Raúl, es desde antes del 59 la otra cara de la moneda, pero de la misma moneda. Desde un viaje juvenil a la URSS, cree en el paraíso soviético (y en la virtud de su poder represivo). Lo prueba apenas triunfa la Revolución en Santiago, al inaugurar la cascada de fusilamientos sin juicio que marca los comienzos de 1960. Al lado de la libertad, el emblema del entusiasmo revolucionario fue “¡Paredón! ¡Paredón!”. Él mismo dirige la infiltración comunista en partido y ejército, contra el Movimiento 26 de Julio. Las dudas de Fidel se resolverán por su necesidad de un soporte organizativo sólido, que solo el pecé puede proporcionarle. Luego la ayuda soviética hará el resto y los bolos congelarán la utopía ineficaz de los barbudos, a favor del sentimiento de fortaleza sitiada que preside la vida de Cuba.
La fascinación que ejerce Fidel encuentra su complemento en el miedo que inspira Raúl, más allá de ser menospreciado como cusquito o el chino. Es pragmático, según pudo probarse en 1994 con la respuesta económica al maleconazo, y por ello la sucesión de Raúl a Fidel en 2006 representó no solo la garantía de una represión garantizada sino la esperanza de una evolución económica en sentido chino o vietnamita. Tras el desplome del “período especial”, Cuba reencontraba su supervivencia como “revolución subvencionada” gracias a Chávez.
Las reformas fueron en buena dirección, si bien insuficientes (Mesa Lago). En economía, era infranqueable el obstáculo de la oposición burocrática a una economía libre; en política, subsistía el maniqueísmo contra una democracia pluralista. El lema “Cuba será un eterno Baraguá” de Maceo frente a la paz de Zanjón había sido en los 90 el lema de resistencia a muerte del castrismo, sin importar que se hundiera la que en 1959 era la segunda economía latinoamericana. Regresa a la actualidad en el nuevo desplome provocado por el fin del maná venezolano, la ofensiva de Trump y la crisis del turismo por la covid-19. El objetivo de un bienestar razonable había sido de nuevo subordinado, represión mediante, al mito de una revolución devoradora del hombre real. Al cerrarse la historia interminable del poder de Raúl Castro, Cuba 2021 registra de modo definitivo el fracaso de la utopía revolucionaria de 1959.
Con características muy diferentes, y siguiendo vías dispares, está dinámica destructora es compartida por la evolución de los dos principales países comunistas del pasado, Rusia y China, a pesar del abandono formal de los patrones soviético y maoísta. El camino de la deshumanización no difiere mucho entre ellos. En el curso de la revolución, la dimensión finalista, emancipadora, se inscribió de inmediato en la simplificación del enfoque dualista de lucha contra un enemigo a destruir, lo cual determinó la inevitable supresión del pluralismo y el establecimiento de una férrea dictadura. Exigencia técnica: una represión permanente. La emancipación se mantiene entonces como eslogan obsesivo, destinado a tapar la afirmación de su opuesto, la servidumbre forzosa.
El “socialismo con rostro humano” solo fue factible mediante un difícil viraje hacia la democracia, entre los años 30 y 70 (Italia, España, Francia), en cuyo curso cumplió funciones positivas, para acabar difuminándose.
En cambio, las mutaciones de los virus estalinista y maoísta gozan de buena salud, frente a las primeras apariencias. Con el respaldo de su KGB, Stalin convirtió la URSS en un país de susurrantes (O. Figes), siempre amenazados de caza, captura y gulag, y también en una gran potencia heredera del zarismo. El PCUS fue incapaz de renovarse y el sistema se hundió con la propia URSS. No por eso surgieron una conciencia y unos usos democráticos. Encarnados en Putin, el espíritu de la KGB y un imperialismo made in URSS, hicieron posible la resurrección del régimen represivo, ya sin comunismo económico. Un escenario que hubiese gustado a Vázquez Montalbán. Además el impulso agresivo de restauración soviética, en Georgia y Crimea, recibió un amplio respaldo nacionalista de la población. Desde ese antecedente, Putin reemprendió el camino de la agresión exterior, de nuevo contra Ucrania, y contra la oposición interior, sin renunciar al crimen político. La vieja capacidad de destrucción del hombre, propia del comunismo estaliniano, está ahí de nuevo.
Otro tanto cabe decir del “posmaoismo” (J.Lovell), personificado por Xi Jinping. Aquí en perfecta continuidad con la dictadura del Partido Comunista, solo que sustituyendo la utopía solar de Mao, a su modo imperialista, por un nuevo imperialismo fundado sobre el éxito económico. Origen enfrentado, balance coincidente. Con Xi “el sueño de China” tiene poco de aventura espiritual. Se basa en la sobreexplotación, dentro de un proyecto orwelliano de eliminación del pluralismo al servicio de un orden de disciplina confuciana. Contra lo que algunas complicidades interpretativas sugieren, fieles a la propaganda de Xi, no estamos ante unos valores alternativos a los universales, sino ante su cínica eliminación. Con Taiwán en el objetivo. Uigures y Hong Kong no son casos marginales, sino la expresión trágica de una destrucción consciente del hombre, que solo debiera suscitar una resuelta oposición desde las democracias.
Por fin, no solo el poscomunismo se encuentra embarcado en esa dinámica. La vocación imperialista da pie al denominador común. El tercer imperio emergente, la Turquía de Erdogan, coincide en la dinámica expansiva con aires guerreros de sabor mágico (objetivo: conquistar la “manzana roja” en la senda del Imperio otomano), así como en llevar a cabo la destrucción del otro desde un islamismo sectario. No desde el Corán, sino desde la literatura complementaria de las sentencias del Profeta, las cuales nos cuentan nada menos que el rechazo de los ángeles a entrar allí donde haya perros e imágenes. Razón suficiente hoy para acabar con las basílicas-museos de Atatürk, tapando la iconografía de las dos santasofías y de la más bella iglesia decorada bizantina, San Salvador de Chora en Estambul. La misma justificación que el Estado Islámico en Palmira y Nínive: borrar las imágenes.
El vandalismo (Lemkin) suprime la concepción del arte como dimensión necesaria del hombre, de su capacidad creativa. Por añadidura propone enterrar la cultura de una gran civilización, y confirma la idea de una guerra de religiones en que el Islam debe imponerse por la fuerza de la conquista. Lo respalda desde la presidencia efectiva de la Unesco el representante de Erdogan: la soberanía turca es indiscutible. Con la cual, queda anulada la función de la propia Unesco, imponer tolerancia y respeto a las soberanías estatales en defensa del pluralismo cultural.
Un proyecto internacional de signo humanista resulta arruinado por una voluntad de poder intolerante que destruye una dimensión esencial del hombre.
Antonio Elorza es profesor de Ciencia Política.