Hay dos siempres,
el siempre de nuestras vidas
y el siempre de la vida.
En el primero estoy yo
y tú.
Solo podemos ser fieles al primero,
y con ciertos límites; por supuesto.
Entre ellos los dolores que escabullen el deseo,
las melodías que nunca traspasan el muro,
la vista que ve nieblas, aún en las espinas del agua,
el pan que se toca pero no se come,
y el vino de tu sangre derramado sobre el suelo.
El otro "siempre", el de la vida, siempre está poblado
de muchos yoes y túes,
y entre sus tantos verdes no sabemos quien soy yo
ni quien eres tú, ni a cual yo
o a cual tú, pertenecemos tu y yo,
Pues los yoes y los túes vienen de un tiempo
sin relojes ni calendarios,
sin delantes y sin detraces,
sin ahoras y sin nuncas
un tiempo, digámoslo así: absoluto,
un tiempo sin comienzo ni final,
un tiempo donde nadie nace,
un tiempo donde nadie muere.
El primer tiempo, el de nuestra vida
viene del segundo, el de la vida
El segundo contiene al primero
pero, si no fuera por el primero,
y ese es el cuesco de la breva,
el segundo, al no llevarnos en su santo vientre
tampoco podría existir sobre la faz de la tierra,
ni mucho menos en el turbio espesor del cielo.
Eso quiere decir, escucha:
los dioses hicieron todo esto
para que nosotros los nombráramos,
pues si no los nombráramos
ellos nunca sabrían si existieron
o no.
Somos todopoderosos:
los dioses dependen de nosotros:
su atormentada creación.
La verdad no es tan complicada entonces.
Lo único que nos falta es saber ahora,
es donde comienza
y en donde termina el amor.
Si lo trajiste entre tus brazos al nacer
o fue un rayo que iluminó la noche más oscura
allí donde no había dioses, ni nada.
Solo ese vacío que por momentos regresa
y que, como si fuera un perro ciego,
por las piedras de estas calles, nos sigue
y con dolor, con mucho dolor, nos ladra.