Cuando esto se publique, habrán pasado no pocas semanas desde el episodio, pero éste es de los que no merecen caer en el olvido. Porque las ya famosas palabras las pronunció el tercer representante del Gobierno de la nación, sin que el primero lo haya destituido —eso jamás— ni desautorizado o reconvenido, como si le tuviera el miedo que se suele tener al matón. De hecho he visto, en el principal órgano de propaganda de este Gobierno, TVE, descarados intentos de exculpación, y ocultación de reprobaciones tan significativas como la de Felipe González.
Justo antes del Telediario de las 3, pillo los últimos minutos de un programa con pinta horrible, llevado por un ex-colaborador de la Sexta que no esconde su parcialidad. Procuro conectar en punto para ahorrarme su visión, aunque sea mínima, pero no siempre acierto. En dos ocasiones —quién sabe cuántas más habrá habido— el programa se cerraba con la intervención de tertulianos de aspecto podemita-carnavalesco. Uno citó a un ex-fiscal según el cual el Estado habría actuado con los líderes independentistas como la Inquisición con los herejes (se deducía que aquéllos habían padecido el potro o las tenacillas). Otro restó valor a las declaraciones del Vicepresidente: “Total, es algo soltado en una entrevista”, como si lo que se dice en éstas no contara. Quienes nos hemos prestado a muchas sabemos, sí, que a veces se nos calienta la boca, y por supuesto que la mayoría de periodistas buscarán un titular llamativo sacando una frase de contexto. Pero ese no fue el caso. Veamos, está todo grabado:
Iglesias defiende a Puigdemont, y arguye que a éste le han jodido la vida sin que haya robado ni cometido crímenes. Depende de cómo se considere “robar”. A mí me parece que vivir desde hace años en un palacete belga, con una corte de acólitos y servicio, a expensas del erario o de una acaudalada organización como la ANC (se sospecha que financiada en parte por la Generalitat durante años, esto es, por los contribuyentes), sí es una manera, desde luego cómoda y sin riesgo, de quedarse con lo ajeno. Luego el entrevistador le pregunta si Puigdemont es un exiliado como los de la II República, que hubieron de abandonar España en 1939 o poco antes o después, tras la victoria de una dictadura sangrienta que los fusilaría o encarcelaría. A Iglesias —se nota mucho— la pregunta no lo pilla desprevenido. Pone cara de “Se van a enterar de lo valiente que soy, y además la voy a armar”, y responde con deliberación: “Se lo digo claramente: creo que sí”. Acto seguido sostiene una falacia insostenible: que Puigdemont está en el exilio por sus ideas políticas, y saca a colación al Rey Juan Carlos, cuyos presuntos delitos encuentra más graves. Un Vicepresidente no debería mentir a lo Trump, a sabiendas y con desfachatez. Cataluña alberga numerosos ciudadanos y líderes con las mismas ideas que Puigdemont y nadie los persigue por ellas. La prueba es que dicen cuanto quieren, abogan por la independencia y copan los cargos de su Generalitat. Ergo: Puigdemont se largó cuando aún nadie lo buscaba y nunca por sus ideas, sino por la probable comisión de un delito o varios, incluido el de malversación.
Por familia, mi infancia y adolescencia estuvieron salpicadas de figuras de exiliados, que osaban viajar a España ya en los años 60: Rosa Chacel, José Ferrater Mora, Juan López-Morillas, María Rosa Alonso, Antonio y Mariana Dorta, los Salinas y los Guillén y otros. Toda esa gente buena — intelectuales y profesores, no activistas ni combatientes— había pasado largo tiempo de penalidades y ausencia en el Brasil, Venezuela, Italia, los Estados Unidos, hasta abrirse camino o no, siempre con precariedad. Ninguno vivió holgadamente en Waterloo ni gozó de un acta y un sueldo de eurodiputado ni de la ayuda económica de una ANC, aunque Iglesias afirme implícitamente lo contrario. También, según él —se infiere—, tuvieron tales privilegios los que huyeron a pie o hacinados en barcos bajo bombardeos de exterminio, o pasaron por los campos de prisioneros de la desdeñosa Francia, luego colaboracionista, o vivieron interminables años en la penuria y con el miedo en el cuerpo, como López Raimundo, del PSUC. En 1975, agonizando Franco, estuve en Roma en casa de Alberti y María Teresa León con un nutrido grupo de ellos (estaba el lendakari en el exilio, Leizaola). Aguardaban la noticia del fallecimiento como fantasmas, con una tímida y descreída ilusión, la de quien sabe que su vida ha sido la que ha sido y que, si cambia la suerte, le quedarán migajas. Los que tienen a la II República siempre en la boca, succionándola y falseándola, no han dicho ni mu, incluidos columnistas y ministros henchidos de “memoria”. Otros han señalado que las declaraciones de Iglesias son una ofensa para aquellos exiliados. Muñoz Molina las ha calificado de “vileza”. Estoy de acuerdo. Pero lo peor es que muestran la índole de quien las ha proferido, la pasta de la que está hecho. Es una temeridad que un individuo así sea el tercer representante del Gobierno de la nación. Por más que, desde su poder, y con sus sueldos a nuestro cargo, juegue, como un vivales, a ser también un agitador falaz.
Fuente: EL PAÍS 21.02.2021