(De las Memorias de Barack Obama, capítulo 21)
Una noche, durante la cena, Malia me preguntó qué iba a hacer respecto a
los tigres.
—¿A qué te refieres, cariño?
—Ya sabes que son mi animal favorito, ¿no?
Años antes, durante nuestra visita anual a Hawái por Navidad, mi
hermana Maya había llevado a Malia, que tenía entonces cuatro años, al
zoológico de Honolulu. Era pequeño pero con encanto, encajado en un
rincón del parque Kapiolani, cerca de Diamond Head. De niño pasé horas
allí, trepando a los banianos, dando de comer a las palomas que
deambulaban por el césped, aullando a los patilargos gibones aupados en lo
alto de las cañas de bambú. Durante la visita, Malia se había quedado
prendada de uno de los tigres, y su tía le había comprado en la tienda de
recuerdos un peluche del gran felino. Tiger tenía las garras regordetas, una
panza redonda y una indescifrable sonrisa de Gioconda; Malia y él se
hicieron inseparables, aunque para cuando llegamos a la Casa Blanca su
pelaje estaba ya algo desgastado tras haber sobrevivido a salpicaduras de
comida, haber estado a punto de extraviarse varias veces en casas ajenas,
haber pasado más de una vez por la lavadora y haber sufrido un breve
secuestro a manos de un primo travieso.
Yo sentía debilidad por Tiger.
—Pues —prosiguió Malia— hice un trabajo sobre los tigres para la
escuela, y están perdiendo su hábitat porque la gente tala los bosques. Y la
situación va a peor, porque el planeta se está calentando por culpa de la
contaminación. Además, la gente los mata y vende su piel, sus huesos y
demás. Así que los tigres se están extinguiendo, lo cual sería terrible. Y
como eres el presidente, deberías intentar salvarlos.
—Deberías hacer algo, papá —añadió Sasha.
Miré a Michelle, que se encogió de hombros:
—Eres el presidente —dijo.
—¿A qué te refieres, cariño?
—Ya sabes que son mi animal favorito, ¿no?
Años antes, durante nuestra visita anual a Hawái por Navidad, mi
hermana Maya había llevado a Malia, que tenía entonces cuatro años, al
zoológico de Honolulu. Era pequeño pero con encanto, encajado en un
rincón del parque Kapiolani, cerca de Diamond Head. De niño pasé horas
allí, trepando a los banianos, dando de comer a las palomas que
deambulaban por el césped, aullando a los patilargos gibones aupados en lo
alto de las cañas de bambú. Durante la visita, Malia se había quedado
prendada de uno de los tigres, y su tía le había comprado en la tienda de
recuerdos un peluche del gran felino. Tiger tenía las garras regordetas, una
panza redonda y una indescifrable sonrisa de Gioconda; Malia y él se
hicieron inseparables, aunque para cuando llegamos a la Casa Blanca su
pelaje estaba ya algo desgastado tras haber sobrevivido a salpicaduras de
comida, haber estado a punto de extraviarse varias veces en casas ajenas,
haber pasado más de una vez por la lavadora y haber sufrido un breve
secuestro a manos de un primo travieso.
Yo sentía debilidad por Tiger.
—Pues —prosiguió Malia— hice un trabajo sobre los tigres para la
escuela, y están perdiendo su hábitat porque la gente tala los bosques. Y la
situación va a peor, porque el planeta se está calentando por culpa de la
contaminación. Además, la gente los mata y vende su piel, sus huesos y
demás. Así que los tigres se están extinguiendo, lo cual sería terrible. Y
como eres el presidente, deberías intentar salvarlos.
—Deberías hacer algo, papá —añadió Sasha.
Miré a Michelle, que se encogió de hombros:
—Eres el presidente —dijo.