A principios de enero de 1945, en una reunión de ministros en la cancillería, el Führer ordenó que todos los varones alemanes capaces de empuñar un arma debían ser alistados para el combate. Su ministro de armamento, Albert Speer, trató de convencerlo de que no se trataba de una buena idea. Eso implicaría que se paralizara el resto del país y en especial la industria. Para continuar la guerra se necesitaban los ferrocarriles, seguir generando armamento, la industria, las comunicaciones, las tareas logísticas que implicaban alimentación y abastecimiento. Hitler lo calló a los gritos. Martin Bormann y Joseph Goebbels lo secundaron. Lo único que necesitaban eran soldados, afirmaba el Führer. Y quien se opusiera a eso sería el responsable directo de una eventual derrota.
A esa altura la derrota tenía poco de eventual. Unos días después se produjo la Batalla de Ardenas y otra victoria decisiva, casi irreversible, de las fuerzas aliadas.
Fue en ese momento que Hitler decidió modificar alguno de sus hábitos. Había llegado el tiempo de descender al búnker.