Fernando Mires EL ASALTO TRUMPISTA AL CAPITOLIO

 

Ni el edificio devastado, ni los heridos, ni los muertos, son simbólicos. Pero sí lo es el asalto al Capitolio perpetrado por las turbas enardecidas de un presidente electoralmente derrotado quien intenta ahora ocupar otro sitial: el del máximo caudillo populista de la nación.

Sería un error interpretar el asalto como el aullido postrero de un presidente enloquecido por el poder. Menos errado es verlo como parte de una estrategia que ha tomado formas en diversas partes del mundo y que ahora ha hecho acto de presencia en los propios EE UU. Estamos hablando del avance del populismo-nacional cuyo objetivo claro y preciso es demoler los fundamentos sobre los cuales reposa la democracia liberal.

El asalto al Capitolio tiene, repetimos, un enorme poder simbólico. Sobre todo si se toma en cuenta que la diferencia de la democracia liberal con otras formas de gobierno reside en la existencia de un parlamento que actúa como representación delegada y no directa del pueblo. En ese contexto, Trump, visto desde una perspectiva mundial, es un líder del populismo-nacional, uno más de una larga galería que a veces en nombre de la derecha, otras veces en nombre de la izquierda, levantan, como objetivo estratégico; la transformación de la democracia liberal en una democracia personalista y autoritaria.

Trump no es un fenómeno aislado. Por el contratrio, él es miembro de una familia política formada por autócratas como Putin, Lukazensko, Kazynski, Orban, Erdogan, Bolsonaro, Bukele, Ortega, Maduro y otros. Casi ninguno de esos autócratas puede ser catalogado como un dictador tradicional pero sí, todos, como exponentes de un tipo de post-democracia que incorpora elementos dictatoriales (¿"democraturas”?) entre ellos, la renuncia a la representación delegativa y su sustitución por lo que ellos llaman democracia directa.

Como ya ocurrió en el periodo fascista del siglo pasado, los trumpistas intentan imponer una relación sin mediaciones entre el mandatario y el pueblo que sigue al mandatario. Ese punto es el que conecta al populismo-nacionalista del siglo XXl con el fascismo del siglo XX.

Baste recordar que el jurista Carl Schmitt, quien fuera por un breve periodo co-autor de una constitución nunca aprobada por el nazismo, no se pronunció en contra del orden democrático sino a favor de una democracia directa que en nombre del Führerprizip (principio del caudillo) estableciera la comunicación sin dilaciones entre el pueblo representado por un líder y el Estado. Vladimir Ilich Lenin por su cuenta - no por casualidad admirado por Schmitt - imaginaba representar un nuevo tipo de formación democrática cuyo organismo no era el parlamento sino los consejos del pueblo, los Soviets. Comunistas y fascistas no imaginaban que defendían a una dictadura sino, como acostumbraban a repetirlo, “una forma superior de democracia”: el directo gobierno del pueblo representado en el líder colectivo (partido) o en un líder personal.

La marca de fábrica del populismo-nacional del siglo XXl, es el antiparlamentarismo. No hay dictadura moderna que no haya sido anti-parlamentaria. Por eso, el asalto trumpista al Capitolio no lo vemos como un hecho aislado. No es necesario remontarse muy lejos en la historia para comprobarlo.

Hace pocos meses, el 31.08 del 2020, turbas alemanas, tan enardecidas como los trumpistas norteamericanos del Capitolio, asaltaron el Reichstag, dirigidos por neofascistas articulados al populismo nacionalista de AfD. El pretexto fue la lucha en contra de las restricciones impuestas por el gobierno en contra del Covid-19. Y al igual que las turbas trumpistas, lo hicieron en nombre de un “poder popular” anti-elites, anti-partido y por supuesto, anti-parlamentario.

Como sus recientes antecesoras alemanas, las turbas trumpistas entraton gritando al Capitolio, “el Parlamento es nuestro”. Efectivamente, es de ellos, siempre y cuando sus partidos los representen en su interior. El parlamentarismo directo no existe.

¿Por qué el Parlamento?: Primero, porque es el lugar de la representación popular por medio de sus partidos organizados. Segundo, porque es el lugar donde después de debatidas, son promulgadas las leyes. Tercero, porque es el lugar donde la nación debate consigo a través de sus representantes. En virtud de esa triada, puede afirmarse que el Parlamento, en sus más diversas formas y estructuras, es el organismo que una nación se da para pensarse a sí misma. El Parlamento es el corazón de la democracia moderna.

Hay autores que afirman – entre ellos, uno de los más lúcidos politólogos actuales, Jascha Mounk - que una de las contradicciones históricas contemporáneas es la que se da entre las democracias liberales y las democracias i-liberales (o autocracias). Conclusión que, si la aceptamos completamente, nos llevaría a un callejón sin salida pues una democracia, para ser liberal, debe otorgar a sus enemigos la misma libertad que a sus seguidores y, por lo mismo, autoprivarse de los medios necesarios para defenderse a sí misma. Para salir de ese callejón sin salida parece ser necesario entonces llevar esa contradicción a un plano más político que ideológico. La contradicción de nuestro tiempo – digámoslo así - sería la que se da entre los que defienden a una democracia con parlamento y los que defienden una democracia sin parlamento o, lo que es casi igual: con un parlamento convertido por el ejecutivo en una caricatura de sí mismo.

El asalto al Capitolio fue una declaración de guerra del trumpismo a la razón parlamentaria, ahí no hay como perderse. No es la primera, ni será la última. Ha llegado por lo tanto la hora en la que los verdaderos demócratas, aún a riesgo de abandonar algunos principios liberales, acepten el desafío y libren, de modo decidido, e incluso militante, la lucha por la defensa del parlamento.

El populismo- nacional - escuchando las arengas de Trump queda muy claro - es el fascismo de nuestro tiempo.

Sobre ese tema continuaremos insistiendo en próximos artículos. Este es solo un enunciado.