Nota del autor: el presente artículo constituye una versión abreviada. Su versión extendida será remitida en las próximas semanas. Allí examinaremos en profundidad los fundamentos filosóficos del goce robado, sus características y modus operandi, así como los caminos que debemos recorrer para desterrar definitivamente este flagelo.
El populismo contemporáneo no constituye un resabio ideológico que se hace presente en la política actual como una suerte de anomalía anacrónica. No vivimos en una sociedad pos-ideológica. Por eso el populismo – que siempre es ideológico - sigue intacto, solo que ya no se articula del mismo modo.
El populismo nos daña apenas logra que la política se articule de modo populista. Esa articulación degrada el discurso político y esa degradación no tarda en extenderse a toda la sociedad. Cuando la democracia y sus instituciones se han perdido el daño es total – qué duda cabe -. Sin embargo, aunque estemos en democracia, el populismo ya nos degrada porque nos arroja a una suerte de despotismo suave (Tocqueville), a una dictadura de lo políticamente correcto, o si se prefiere, a un fascismo de buenos modales. La polarización del populismo ataca directamente el “centro” de lo político. Cuando ese centro se pierde, porque la sociedad y el sistema político, no han sabido o no han podido defenderlo, entonces es el principio del fin. Los buenos modales desaparecen y el poder - ahora sin mediación - nos muestra su temible rostro y nos dice que ya es tarde “para todo” y “para todos” - incluso para los que habían colocado sus esperanzas en el populismo -.
Por supuesto es importante pensar en estrategias políticas e institucionales para detener su avance, pero también tenemos que examinar sus fundamentos, si queremos desterrarlo definitivamente.
El populismo ya no es el mismo porque ahora descansa en el goce robado. Para entender cómo funciona este nuevo mecanismo ideológico es necesario entender el paradigma sobre el que opera. Ese paradigma se constituyó hace más de un siglo. A principios del siglo XX, Heidegger se propuso revertir la deshumanización de la ciencia y entonces hizo algo colosal: humanizó el Ser, y así, lo humanizó todo, incluso la ciencia. El precio, sin embargo, fue altísimo, porque Heidegger sacrificó la conciencia. La humanización del ser, al no estar mediada por la conciencia, no tardó en convertirse en mundanización. Esa mundanización nos arrojó a un mundo de palabras (donde todo es construido porque ya no hay hechos sino interpretaciones) de cosas y de imágenes (donde todo se cosifica y se estetiza) y de posibilidades (donde todo es posible porque no hay límites).
Ahora bien, si todo se cosifica el Capitalismo está a sus anchas - porque ahora puede convertir la economía de mercado en sociedad de mercado (Sandel). Si todo es construido el Poder está a sus anchas porque ahora nada lo sujeta – ni siquiera la verdad, pues la verdad también se construye -. Si todo vale cada uno de nosotros está a sus anchas – porque ahora todas nuestras opiniones pueden ser válidas, porque la estetización ha suspendido el juicio y ya nadie puede decirnos nada-. Y si todo es posible nuestra voluntad está a sus anchas – pues ahora descansa en una conciencia estética que por definición carece de límites - porque es pura imagen.
Slavoj Zizek en 1989 se dio cuenta de algo importante: en un mundo así (sin conciencia ni vida) no puede haber satisfacción del deseo. Y esa satisfacción es importante porque le confiere estabilidad al orden simbólico – al mundo – en el que vivimos. Entonces se pregunta ¿cómo se satisface el deseo que le confiere al mundo la estabilidad que exhibe? Se satisface como fantasía – contesta el filósofo esloveno. ¿En qué consiste esa fantasía? En que hay un “Otro” – no importa si es un grupo, un partido, una institución, o una persona –, con el que nos identificamos, que accede al Goce absoluto. Por supuesto se trata de una fantasía que teje nuestro inconsciente y que le confiere estabilidad a nuestra identidad simbólica. Y es una fantasía porque de hecho es imposible que ese Otro pueda acceder al goce absoluto, porque ese goce absoluto es una ilusión, un mito fundante de nuestra cultura.
Pero entonces viene el populismo y se monta en ese mecanismo y lo pervierte en pos de sus fines políticos; afirmando, no solo que el goce absoluto existe, sino que además, puede ser robado. El populismo utiliza el goce robado como explicación perversa de nuestro malestar, induciéndonos la fantasía de que si no fuera por ciertas personas o grupos - que nos han robado el goce - todo sería perfecto. El mecanismo del goce robado funciona sin importar si el populismo es de derecha o de izquierda. Para el primero serán las madres solteras que reciben subsidios, la población trans, el Estado, los inmigrantes, etc, etc; para el segundo serán la iglesia, el establishment, las élites, las multinacionales etc, etc. Si no fuera por ellos, todo sería maravilloso, porque recuperaríamos el goce que nos han robado.
El populismo apela a nuestra debilidad y nos ofrece una explicación de nuestro malestar, que nos contenta – ahora podemos fantasear con el goce de ese otro y gozar (negativamente) con nuestro malestar – y nos moviliza – ahora podemos unirnos políticamente contra ese “otro” que nos ha robado el goce.
El populismo se concentra en los colectivos y los ideologiza de este modo. Un colectivo ideologizado se convierte en un rebaño. Y como decía Nietzsche, la moral de rebaño, no distingue entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo malvado. Para esta moral siempre hay un malvado que es el responsable de nuestro sufrimiento. De ahí, a la eliminación de ese malvado – para que todo vuelva a ser perfecto – hay un solo paso.
El goce robado es una fantasía peligrosa e interesada que juega con nuestro malestar y lo utiliza políticamente. Por eso el populismo desprecia los límites, los contextos, las complejidades. No quiere datos, quiere imágenes; no quiere hechos, quiere escándalos; no quiere responsables, quiere víctimas y victimarios.
Al populismo no le interesa el orden simbólico, ni nuestro deseo, ni nuestro malestar, ni nuestra libertad. No está interesado en reparar nada, ni en resolver nuestros problemas. El populismo juega perversamente con nuestra necesidad de identificación, con nuestra debilidad y con nuestra angustia. La fantasía que teje no es más que una trampa ideológica, que le sirve como coartada política, para acceder al poder, nada más. Esta es la razón por la que jamás ha cumplido su promesa, y por la que jamás lo hará.