Sí alguien quisiera ejemplificar el desquiciamiento colectivo que afecta a la sociedad, solo tendría que observar a ese sector que contiene la respiración casi hasta el punto de la asfixia en espera de que sus deseos coincidan con la realidad.
Reproducen compulsivamente noticias falsas, se aferran a cualquier declaración que pueda mantener a flote su cada vez más enclenque esperanza, señalan de comunistas a todos los que se atreven a empañar a punta de evidencias ese futuro soñado en el que el hombre del norte voltea los resultados adversos para demostrarle al mundo que el make America great again está más vigente que nunca y que seguirá desparramando frases que enfrenten a unos con otros en su patio y en patios ajenos por otros cuatro años.
Es inútil mostrarles los resultados que otro candidato obtuvo para imponerse con la misma cantidad de colegios electores que él obtuvo hace cuatro años y que en ese entonces llamó paliza porque ahora lo llama fraude. No sirve de nada el reconocimiento de líderes mundiales a su rival en las urnas, no les interesan las declaraciones de miembros de su propio partido hablando de la derrota y reconociendo al otro.
Desde el Salón Oval de sus días contados, y a pesar de la contundencia con la que el pueblo norteamericano se expresó en su contra, el hombre fuerte en el que depositaron todas sus ilusiones se las ingenia para mantenerlos en vilo, desconectados de lo evidente y apostando a un triunfo en el que él mismo no cree.
La estrategia de Trump terminó siendo esa: que un gentío deje de ver lo que pasa ante sus ojos para ver otra realidad paralela en la que él sigue al mando imaginario del país que ya no quiere que lo gobierne. Decide seguir medrando ahí, en el lugar en el que el delirio sustituye a las verdades para convertirse en exótico capital político.
Política de la locura.