Antony Beevor, británico pero atinado hispanista, ha sintetizado maravillosamente bien esta peculiaridad de nuestra memoria histórica con una observación crucial: España y su guerra civil son un caso excepcional desde el punto de vista historiográfico porque, en contra de lo que siempre sucede, en nuestro país la historia la escribieron los perdedores.
De mi experiencia no podía sacar conclusiones generales, pues con abuelos en los dos bandos —quiero decir en los dos bandos del bando perdedor: socialistas y anarquistas—, estaba especialmente prefigurado para tragar cualquier patraña que enalteciese ese paraíso perdido del que nos expulsó el odioso «alzamiento nacional». Pero pronto advertí que esa impresión mía era compartida por muchos otros con historias familiares muy distintas.
En realidad, salvo para cuatro lectores nostálgicos de El Alcázar, la imagen positiva de la República era abrumadoramente mayoritaria. La República era Federico, y era también Picasso, y era Juan Ramón Jiménez, era Antonio Machado, era Luis Buñuel, era Elena Fortún, era María Zambrano, era Rafael Alberti, era Rosa Chacel, era Margarita Xirgu, era Chaves Nogales, era Luis Cernuda… Era también Severo Ochoa y Gregorio Marañón y Salvador de Madariaga y la Institución Libre de Enseñanza. Era todas esas luces, y muchas otras, que resultaban además pronunciadamente deslumbrantes sobre el fondo gris del NO-DO.
Y contra ese mundo feliz, sobresaliente y pleno de esperanza se habían alzado, vaya usted a saber por qué, un grupo de militares mal encarados.