Para los políticos de una dictadura, el coronavirus es un camino al escapismo. Les permite defender su régimen. diciendo que lo primero es proteger la salud de la población. Para demasiados políticos de las democracias, es como si el virus no existiera. Siguen inmersos en sus pequeños juegos de poder. Ante estos fenómenos, la pregunta es: ¿quien nos representa a los demócratas, humanistas y patriotas? Publicado en El Mercurio 16.10.2020
La precariedad global de la democracia ya es un hecho y la pandemia ha cumplido con ponerla con letras mayúsculas.
Se explica,
en parte, porque perder al enemigo estratégico -el socialismo
realmente existente- cambió los puntos de referencia de las
organizaciones políticas de Occidente.
En los EE.UU
creyeron que llegaban a su “destino manifiesto” y lo que les
llegó fue Donald Trump. En Europa, entre el Brexit,
los desaires de Trump y los separatismos sísmicos, se abrió un
forado que está socavando la condicionalidad democrática de su
integración. En América Latina el compacto elenco de países
democráticos de los años 90 se ha desgranado, la corrupción ayuda
mucho y los militares vuelven a ser solicitados. En Brasil, son el
grupo de confianza de un Presidente que antes fue capitán, en
Bolivia, Ecuador y el Perú han actuado por omisión, disuadiendo
conjuras y golpes de Estado. Muchos ahora están parafraseando esa
ironía de los “indignados” españoles según la cual “contra
Franco estábamos mejor”
¿Estamos los chilenos conscientes de
que tenemos ese problema?
Sí, pero no se nota. Preferimos
ignorar (“es otro el contexto”) las coincidencias estructurales
entre la espiral de ingobernabilidad que condujo al golpe de 1973,
las contradicciones entre los “posibilistas” y
“manifestacionistas” durante el régimen de Pinochet y lo que
está sucediendo. Temas que, dicho sea de paso, están prolijamente
tratados en un reciente libro del conocido politólogo Ignacio
Walker.
Eso explica por qué, pese a la amenaza ecuménica del
coronavirus, seguimos enredados en el enfrentamiento entre cuatro
minorías antagónicas, de derechas e izquierdas: las del “Sí”
contra el “No” y las de los “autocomplacientes” contra los
“autoflagelantes”. Lo peor es que, en el caldo de multiplicar de
las redes sociales, los ganadores son los antisistémicos que las
habitan.
En ese marco, la razón de la irracionalidad hace que
la violencia se condene sólo con la boca chica y se soslaye la
diferencia entre una dictadura sin plazo y un gobierno democrático
impopular, pero con fecha de vencimiento. De ahí que, mientras el
Presidente elogia “nuestro hermoso país” y alude a lo que “todos
los chilenos queremos”, los candidatos a reemplazarlo y los
políticos rasos están en otra. Los opositores sistémicos (con
honrosas excepciones) creen que lo urgente es acusar
constitucionalmente al gobernante y a ministros, incumbentes o
renunciados. Los antisistémicos, por su parte, siguen aplicando sus
viejos manuales de insurrección. Como efecto inmediato nuestras
ciudades se volvieron peligrosas y el Estado perdió la esencia de su
existencia; su capacidad para imponer la ley, El vandalismo volvió a
desbordar a la policía, la delincuencia muestra su upgrade mediante
narcos ostentosos y proliferan las pandillas de asalto.
Lo más
emblemático de este cuadro es la portentosa contradicción entre la
convocatoria a votar presencialmente -en el plebiscito y las
sucesivas elecciones programadas- y el mensaje sanitario de
confinamiento y distanciamiento social, sostenido por más de medio
año… hasta con toque de queda. Durante todo este tiempo, los
chilenos, en especial los mayorcitos, hemos vivido temerosos del
contacto con el prójimo, incluyendo hijos y nietos. Sin embargo, de
un día para otro, quienes dicen representarnos nos llamaron a
concurrir a los lugares tradicionales de votación, como si el virus
ya se hubiera ido y “la roja” hubiera vuelto a jugar a estadio
lleno.
Obviamente, se ahorraron el trabajo duro de actualizar y
tecnificar los procesos eleccionarios en modo antivirus. La necesidad
de hacerlos compatibles con la seguridad vital mediante, por ejemplo,
votaciones a domicilio, como en los censos o por correo electrónico,
como ya se hace en algunas consultas alcaldicias. Más fácil era
cambiar el switch,
con consignas “movilizadoras” y apelar a nuestro idealismo
jurídico. Así las cosas, el indicador más confiable, en el
plebiscito, no será el del “apruebo” o “rechazo”, sino el de
la cantidad de chilenos que concurra a los locales, confiando en la
suerte y en su lápiz propio.
Como veterano del 73 pienso que
debiéramos desempolvar la palabra “patria” y asumir, con
Shakespeare, que el pasado puede ser un prólogo. La alternativa
sería resignarnos a eso que llaman “consuelo de tontos”.
El saber que no estamos solos en esta pésima época para la
democracia.
Por cierto, ésta seguirá temblequeando, aquí y
afuera, mientras crece la amenaza de algo peor, que de puro
supersticioso no nombro.