Hay temas que ejercen en la mente humana una atracción solo comparable a la fuerza de gravedad. Incluso en los que de física o astronomía no tenemos ni la más santa idea, uno de esos temas, el de los agujeros negros hallados en el espacio infinito -desde los tiempos en que con su lenguaje simple Stephen Hawking nos explicara su existencia- acapara páginas de periódicos y revistas, signo de que hay una constante demanda en el mercado. Puede que esa demanda venga de un no-saber que va más allá de la astronomía y de la física. A primera vista, parece que para muchos es un asunto de simple esotérica y que, por lo mismo, no tiene nada que ver con la ciencia.
Aclaro: nada en contra de la esotérica.
La esotérica es, en cierto sentido, una hermana menor de la religión. Aparece allí cuando queremos dar respuestas a lo ignoto, cuando pensamos sobre lo que no sabemos y socializamos ese no-saber en grupos. Por eso algunos filósofos escriben en un lenguaje aparentemente esotérico, sobre todo cuando tratan de indagar sobre esas mayoritarias franjas que son las de nuestro desconocimiento. Lo mismo suele suceder entre los científicos. Ellos están obligados a permanecer encerrados detrás de los fríos muros del conocimiento. Y, sin embargo, solo con lo que nos cuentan, dejan el espacio abierto para que nosotros, los exotéricos, demos rienda suelta a la imaginación. Y en el caso de los agujeros negros que no vemos, pero sí imaginamos, surgen visiones caóticas, no solo esotéricas, también poéticas e incluso, filosóficas.
¿Qué nos dicen los científicos? Nos dicen que un agujero negro no es una sustancia sino un espacio limitado y, por lo mismo, finito. Nos dicen también que al interior de ese agujero mora una masa con un elevadísimo grado de concentración. Y eso es lógico. Sin esa masa el agujero no contendría ningún objeto y luego dejaría de ser un espacio–masa que genera fuerza de atracción sobre todo lo que sucede en sus inmediaciones y como un monstruo de esos que vemos en los cómics, traga todo lo que pasa por su lado, incluyendo a planetas completos.
Sabemos también que en su origen esos agujeros negros surgieron de estrellas cuya pérdida de energía las llevó a la muerte, contrayéndose sobre sí mismas hasta tal punto que pasaron más allá de su existencia positiva a una forma de existencia negativa la que se alargó hasta alcanzar un momento de imposibilidad absoluta. Ese momento acontece cuando los átomos se oprimen tanto entre sí que terminan aniquilándose mutuamente, generando neutrones y neutrinos que los hace explotar en el espacio. Después del bin bang, los restos diseminados comienzan a rotar alrededor de centros gravitacionales, futuros soles de futuras estrellas que darán origen a constelaciones y probablemente a nuevas formas de vida de las cuales nuestra existencia en la tierra es solo una más; infinitamente diminuta y provisoria.
Más en breve: los agujeros negros nos revelan parte de nuestra historia, de la pasada y de la futura. Gracias a ellos tomamos conciencia de que nuestro sol, como todas las cosas de la vida, perderá alguna vez su energía (se calcula en unos 5.000 millones de años) hasta concentrarse cada vez más en sí mismo y alcanzar su destino final: el de llegar a ser otro agujero negro. De esa pérdida energética nacerá la noche más negra y el frío más imposible que uno pueda imaginar. Luego seremos tragados por el vacío de sol para formar parte de una anti-vida cuyas coordenadas de espacio y tiempo rozarán las puertas de la nada. Llegado el punto de máxima concentración (compresión) posible, explotaremos en el espacio y así daremos origen a una nueva constelación solar en uno de cuyos planetas seremos otra vez felices como las perdices.
Lo que parece estar claro es que nunca volvemos al punto de partida, al del origen de la creación pues esos agujeros negros nos muestran de una manera gráfica que la vida del universo se encuentra en un proceso de permanente expansión (Hawking) a partir de desapariciones que a su vez originan otras apariciones. Y así sucesivamente. Significa también que no hay un origen sino múltiples orígenes, lo que nos llevaría a decir que los universos serían algo así como seres vivientes que se reproducen de modo permanente entre sí.
El mundo, el universo, los universos – en ese punto están de acuerdo todos los científicos – son unidades en proceso siempre inconcluso de expansión. ¿Pero no es acaso el universo un infinito? ¿Cómo puede expandirse algo que es infinito? Llegando a este punto habría que separar al concepto de infinitud del concepto de expansión del universo. Pues puede que el universo sea efectivamente infinito. Pero si lo es, no lo es como “cosa en sí” sino porque la expansión, la fuerza, el ánima, la energía que le da la vida, es infinita. Algo así como la relación cuerpo y alma, según el legado de las religiones para las cuales el cuerpo es finito pero el alma es inmortal (para quien esto escribe, las religiones son en muchos puntos, estupendas intuiciones pre-científicas)
En las palabras de los físicos podría decirse, la materia es finita pero la energía que da vida a la materia es infinita. Por cierto, energía y materia son tan inseparables como cuerpo y alma. Pero, tanto en la visión científica como en la religiosa, la energía, el ánima, el alma, trasciende a la materia viva. Lo prueban los propios agujeros negros: son energía casi pura.
Para que se entienda mejor, podríamos separar dos ideas que a menudo se usan como similares pero son esencialmente diferentes. Estas son la idea de finitud (y su correlato, la infinitud) y la idea de la eternidad. Para diferenciar, cabe decir que infinitud es antes que nada un concepto físico y por lo tanto geométrico. La eternidad en cambio es un concepto metafísico, vale decir, filosófico y religioso a la vez. Puede, eso nadie lo sabe, que los universos sean finitos o infinitos. Pero lo que presentimos, aún sin saberlo, es que la eternidad contiene en sí a lo finito y a lo infinito. La eternidad es infinita, por cierto, pero su permanencia traspasa o va más allá de la infinitud. Y ahí no se meten los físicos, aunque nos den algunas valiosas pistas. La eternidad está más allá de lo infinito. Pero también más acá, pues la eternidad es la vida. La infinitud es solo un modo de ser de la materia.
Si nos aferramos a esa deducción metafísica, y por lo mismo no científica, podríamos cambiar incluso nuestra opinión sobre los agujeros negros que habitan el espacio infinito. Pues de acuerdo a los informes de los sabios hemos llegado a imaginar en esos aparentemente malignos agujeros un deterioro del universo, tumores intergalácticos que anuncian la extinción de la vida en el espacio. Algo así como el fin de la infinitud. Las últimas observaciones científicas parecieran corroborar esa negativa impresión. Hay quienes han llegado a observar incluso que entre los diferentes agujeros negros que pueblan el espacio se forman relaciones de convergencia, articulándose entre sí y estableciendo alianzas para formar agujeros aún más negros e insondables, verdaderos cánceres celestiales que extienden sus metástasis hacia todo lo que sea vida. Una reflexión más amplia nos llevaría en cambio a la adopción de una visión más optimista.
Los agujeros negros no representan la nada ni la muerte. Por el contrario: existen, luego son. Y si son, actúan. Más aún, son la condición de la vida, la fuente donde se origina la vida que vendrá, la cuna de nuevos universos, los candados que aseguran la permanente reproducción de la existencia, y, de acuerdo a una intuición que podríamos denominar heideggeriana, la conjunción entre el comienzo y el final. En fin, los agujeros negros serían formas transitorias que llevan a la reproducción del espacio universal.
No se necesita pensar en hegeliano para intuir que la vida es condición de la muerte y que luego, no puede ser de otro modo, la muerte es condición de la vida. La vida, queramos o no, es la permanente coexistencia del nacimiento y de la muerte. Visto así, los agujeros negros serían una condición no solo de la reproducción de la vida multi-estelar sino de la vida intra-estelar. El pasadizo que lleva de una forma de vida a otra. Y eso significa: esos agujeros negros no solo estarían situados en el espacio infinito sino en cada cuerpo finito. incluyendo el de cada uno de nosotros. La lucha entre Thanatos y Eros, diría Freud. La lucha entre el ser y la nada, diría Sartre. Pero no es tan fácil. Puede que no se trate solo de una lucha entre la muerte y la vida sino de una coexistencia, no amistosa, tensa si se quiere, entre el principio de muerte y el de la vida. La muerte, vista así, no sería sino un momento de transición entre lo que fue y lo que será. Un simple agujero negro incrustado en nuestro espacio finito.
En cada vida que nace, sea un nuevo universo o un niño que irrumpe con su llanto desde la oscuridad cósmica de la madre, nace la posibilidad de otra vida y por lo mismo de otra muerte. La vida, luego, es eterna resurrección. Cada minuto que pasa algo muere en nosotros, cada segundo que pasa algo nace en nosotros. Con razón los actuales investigadores del espacio – entre ellos los tres premios Nobel del 2020: Roger Penrose, Reinhard Genzel y Andrea Ghez- nos hablan de la necesidad de exportar los principios de la micro-física cuántica hacia la observación del universo. Transpolarizando podríamos pensar que así como un científico observa a las partículas elementales, una vez en forma de luz otra vez en forma de materia, la observación del espacio podría llevar, en una visión macrocósmica, a la misma conclusión. En ese punto no hay duda: las leyes que rigen el universo son las mismas que rigen al interior de una gota de agua (o de vino, según el gusto de cada uno)
La vida no es un en sí, la vida es un continuo hacerse sobre la base de sí misma, podría ser una conclusión derivada de la existencia de los agujeros negros. Una constante metamorfosis que conserva los orígenes de sus orígenes, del mismo modo como la larva fea que sigue viviendo en el cuerpo feo de una mariposa cuyas alas radiantes y multicolores opacan – y dignifican - la oscura fealdad desde donde nacieron, para volar, plenas de amor y vida, hacia el reino de la luz divina.