Hay una abierta discordancia
entre quienes defienden la poesía íntima
puertas adentro, doméstica, esa de sábanas,
murmullos, celos, infidelidades,
y un cuanto hay en cada casa,
y los que defienden la poesía pública,
declamatoria, militante de cualquier cosa.
Para mí, Anton Julian, su inseguro servidor,
no puede ser ese un problema.
Para mí, el interés primario es, ha sido, y será,
establecer las relaciones oblicuas que se dan
entre la cintura de una mujer-mona,
el perfume negro de las rosas marchitas,
los inútiles colores del arco iris,
y este dolor que me aplasta el pecho,
y que no cuento a nadie, ni siquiera a la poesía.
(ese dolor de ya no ser, que cantaba tan lindo Gardel)
Para mí, la poesía nació en el umbral
que separa a la razón de la locura,
y si te pasas para un lado, perdiste,
y si te pasas para el otro lado, perdiste,
porque un poeta, gordo o flaco,
es un equilibrista imaginario que transita
por esa cuerda floja cuyo otro nombre es la vida,
cosa que la mayoría de los mortales, yo incluido,
ha pasado siempre por alto. Por desgracia.
Para mí, la poesía nace
de un ser perdido,
ya sea en el tiempo,
ya sea en el espacio.