El silencio puede ser un arma. Un grito de protesta. Un alarido.
Dejarlos hablando solos de sus fiestas navideñas prematuras e imaginarias obscenamente anunciadas con luces de colores mientras el país busca, a tientas en la oscuridad, la forma de sobrevivir un día más al país que se desmorona.
Quedarse callados ante los que desde el poder describen felicidades inexistentes para la mayoría que sin agua, sin gas, sin la mínima posibilidad de acceder con sus ingresos en una moneda que solo compra hambre y frustraciones a lo más básico para saciar su hambre, quieren convencerlos de que los mismos que lo destruyeron todo, van a ser capaces de recomponerlo para que la vida que llevan unos pocos, sea también para los demás.
Hacer silencio también ante los otros. Los que habiendo tenido el respaldo de ese país descontento y desesperado, se enredaron en su propios juegos de guerra para retar al poderoso y abandonaron a los que, organizados en su furia, hubieran podido enfrentarlo porque eran muchos. Los que antepusieron sus propias ambiciones y sus pequeñas rencillas personales a lo que debía ser el objetivo superior de encontrar en las herramientas democráticas una salida al laberinto.
Dejar de responder a esas ideas propias de mentes febriles que ahora, una vez consumados los errores y sin la mínima intención de corregirlos, pretenden consultarle a los que fueron tantas veces ignorados si esos mismos errores pueden seguirse cometiendo. Si aceptan participar en la equivocación colectiva para que la responsabilidad del fracaso no sea solo de ellos sino de todos.
Callarse ante el estropicio creado entre los saqueadores en el poder, y los que para enfrentarlo, terminaron saqueando las esperanzas de los que confiaron en sus buenas intenciones. Al bullicio y la estridencia de tanta palabra usada y manoseada para mentir, para engañar, para disimular, los venezolanos podemos protestar también con oídos sordos y en silencio.
Aunque el grito vaya por dentro.