Yoani Sánchez - LA MAGDALENA DE PROUST Y EL QUESO DE ARTEMISA

Todos tenemos un bocado que es el mejor que hemos comido, un momento en que todas las papilas gustativas estallan de gozo para dejar una huella imborrable en nuestra memoria. El mío fue en Juchitán de Zaragoza, en el istmo de Tehuantepec, territorio de México. Él era un pequeño ganadero que hundía sus brazos en una masa blanca dentro de un pobre establo y yo una cubana ansiosa por probar cualquier producto lácteo.

Sacó con sus manos un trozo de queso fresco y me lo ofreció. Las moscas revoloteaban alrededor, un par de perros flacos me miraban y aquel pedazo blanco quedó frente a mis ojos y al alcance de mi nariz. En un milisegundo lo tomé y lo metí en mi boca. Desde entonces, no he vuelto a sentir nada tan intenso en mi paladar. La memoria se labra también a través del gusto (que le pregunten a Marcel Proust) pero un sabor puede detonar a la vez el recuerdo y la tristeza.

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