Los pájaros se desentienden de nosotros. Oigo su canto a través de la puerta abierta del balcón. Parecen mirlos. En la calle apenas hay personas. Una mujer vuelve con la bolsa de la compra llena de lo necesario para resistir algunos días la cuarentena impuesta por el Gobierno a causa del coronavirus, y dos jóvenes hacen footing, cada uno por una acera, hablándose a gritos, con una distancia de seguridad exagerada y un reguero de sudores y saliva que invita a mantenerse lejos de ellos. La mujer lleva mascarilla, los jóvenes también, pero las suyas están bajadas hasta la barbilla, como si quisieran protegerse el cuello del frío en vez de impedir la transmisión del virus.
Y ahí está el truco para que el traductor, lector tenaz donde los haya, no se pierda: no atenerse sólo al texto escrito, sino seguir también y sobre todo el curso del pensamiento feroz y caótico del autor. Lo no dicho, lo que no está escrito. Porque el texto, en esta trilogía de Céline, es una sucesión de frases cortas, fugaces, acotadas entre puntos suspensivos, que van salpicando como epifanías un hilo de pensamiento que permanece en su mayor parte oculto. Chispazos del paso del tren de las palabras por la oscuridad de la mente del autor. Y lo que esos chispazos alumbran momentáneamente es un paisaje de horror: el infierno de Céline.