La realidad se confunde con la ficción. Tú no sabes si lo que estás viendo es un intenso politthriller, de esos que realizaba Costa Gavras, o el noticiero largo de la noche. Las escenas del hospital de Omsk en plena Siberia, son dramáticas. La esbelta rubia, la esposa de Navalny, intenta entrar al hospital para visitar a su marido - es su derecho, diríamos en cualquier parte que no sea Rusia - pero forzudos guardias impiden su acceso. Desde autos negros bajan funcionarios. En un momento de suma expectación aparece un médico. Informa que hubo envenenamiento y luego, para parecer más complicado, dijo que el “paciente” padecía de una “inhibición a la colinesterasa”. Después cambió la versión y habló de un “colapso metabólico” (del veneno, nada). De pronto el noticiero se interrumpe.
Desde Berlín informa un representante del gobierno alemán (ya ni me acuerdo quien es, han hablado tantos) que con el consentimiento de Merkel ha sido enviado un avión no gubernamental (propiedad de Iniciative Cinema for Space) con médicos alemanes para rescatar a Navalny (o a su cadáver). Poco antes de que llegara el avión aparece el mismo hombre vestido de blanco (no estoy seguro si es médico, no parecía serlo) anunciando que Navalny no está en condiciones de ser transportado. Uno imagina a médicos y funcionarios rusos en los corredores del hospital de Omsk discutiendo a viva voz con los médicos alemanes de la Charité . En el intertanto, un portavoz del gobierno ruso anuncia que el tema del transporte no es asunto de ellos sino de los especialistas pues en Rusia la medicina goza de plena autonomía (¡!). Al fin, pasada la media noche del día 23, nos enteramos que Navalny será transportado a Berlín (era transportable, entonces). Jodió -pensé en voz alta – se va a morir y los rusos decidieron que mejor muera en Alemania y no en Rusia. Al día siguiente seguimos pegados al televisor, a la radio, a la internet. Nada. Ya lo dimos por muerto. El día 24 de agosto Merkel y su socialdemócrata ministro del exterior Heiko Maas, suscriben un comunicado conjunto (hay que demostrar unidad pues) exigiendo al gobierno ruso que el caso Navalny sea investigado hasta sus últimas consecuencias y de modo absolutamente transparente. La misma cantinela de siempre.
Uno ya está acostumbrado a que después de cada atentado, de los tantos cometidos a los opositores en Rusia, el gobierno a través de la cara de bulldog del ministro del exterior, el inefable Lavrov, responda que ellos van a esclarecer todos los detalles. Nunca lo han hecho. Se trata de un simple ritual. De nuevo damos a Navalny por muerto. Pero al atardecer, un médico de la Charité - este sí tiene cara de médico – anuncia que Navalny fue efectivamente envenenado. Por tercera vez lo damos por muerto. Pero luego explica que, aunque se mantiene con vida, se encuentra en estado avanzado de coma. O sea, hay esperanzas.
Después de la hora clínica, la hora política. Había interés por escuchar a los representantes subalternos del gobierno. Son en estos casos los únicos que pueden decir la verdad acerca de lo que el gobierno piensa sin comprometer a los más altos representantes como Merkel y Maas, aprisionados ambos en la lógica de la razón diplomática.
Sorprenden por su dureza las opiniones de Manfred Weber del Partido Popular de la ONU. Afirma de sopetón que de Putin es posible esperar cualquier cosa. Su opinión es que el gobierno ruso está directamente implicado en el intento de asesinato. Jürgen Trittin de los Verdes dijo lo mismo. Consultado el primero acerca de los motivos que llevaron al atentado, afirmó sin ambages que el objetivo fue probablemente eliminar a un serio competidor en las elecciones regionales que tendrán lugar el 13 de septiembre. Gernort Erles (SPD) ex encargado de negocios en Rusia durante el anterior gobierno, repite la tesis. Pero las opiniones más decisivas las esperamos del político socialcristiano Norbert Röttgen. Y por dos razones: la primera es que, como representante de la Comisión de Asuntos Exteriores del Parlamento, representa, si no la opinión oficial, la semi-oficial del gobierno. La segunda es que es uno de los pocos varones que gozan de la plena confianza de Angela Merkel. No pocos observadores piensan que él, si no tuviera tan poco apoyo dentro de su partido, debería ser el continuador de Merkel.
Röttgen, como suele ser su buena costumbre, no anduvo por las ramas. Pocas veces un político alemán ha hablado con tan poca diplomacia. Pero dijo exactamente lo que muchos pensábamos. Entre otras cosas, que Navalny, al no ser cualquiera persona sino el líder electoral de la oposición unida, la orden de asesinarlo no podía provenir de ningún servicio de seguridad, pues esos son “asunto del Jefe” (Putin).
Rönttgen fue más allá. Con palabras claras afirmó que el intento de asesinato no solo estaba dirigido a la persona de Navalny sino a la población rusa. El objetivo es amedrentar a los electores para que no voten masivamente en contra del gobierno.
Putin tiene, efectivamente, tres razones para temer. Primero: Rusia vive como todos los países afectados por la pandemia, una fuerte contracción económica, la que se refleja en un alto desempleo, en el alza de los precios y en la disminución de los salarios. Segundo: la oposición – sobre todo a través de Navalny - ha dado a conocer diversos casos de corrupción entre empresarios y políticos muy allegados a la persona de Putin. Tercero: Rusia no puede permitirse un protesta social ni una derrota electoral en los mismos momentos en que tiene lugar una sublevación nacional en Bielorrusia.
Putin y Lukashenko han dado a conocer de modo tácito un plan común. Ese plan consiste en culpabilizar a los países europeos, principalmente Alemania y Francia, de la movilización social y nacional que en estos momentos irrumpe en Bielorrusia. Rönttgen no ocultó incluso la posibilidad de una invasión rusa a Bielorrusia en caso de que las tropas de Lukazensko no sean suficientes para detener el crecimiento de las olas de protestas que avanzan y avanzan. Difamar a los países europeos como interventores, agregó, forma parte de un siniestro plan.
Como el buen político que es, Rönttgen agregó que en estos momentos la Europa democrática debe recorrer una doble vía: por un lado, no hacerse ninguna ilusión con la Rusia de Putin. Pero por otra, evitar motivos que sirvan al autócrata para “salvar” a Bielorrusia de Europa. Dicho y hecho. Al día siguiente, 25 de agosto, en los mismos momentos en que escribo estas líneas, voces autorizadas niegan desde Rusia la tesis del envenenamiento. Sin ningún desparpajo anuncian que en Alemania el diagnóstico médico está siendo usado como parte de una conspiración política de alta magnitud.
El hilo que separa a la política de las armas es en este momento muy delgado. Alemania y Francia solo pueden ayudar a la ciudadanía rusa y bielorrusa si cuentan con el apoyo irrestricto de una Europa unida.
Imposible en estos momentos tan difíciles no añorar esos tiempos cuando la voz proveniente de los EE UU se unía a la de las democracias europeas en un coro democrático que podía detener los instintos bélicos provenientes de dictaduras y autocracias. Pero de esos EE UU de Donald Trump la Europa democrática no puede esperar nada. Nada bueno por lo menos. Entre los grandes “logros” de Trump está el haber destruido la alianza atlántica no solo en términos militares sino también políticos. Mientras Trump gobierne en los EE UU, los vientos de la historia favorecerán los impulsos imperiales de Putin.
Esa es la pura, triste y amarga verdad.