“Las banderas del Reich y la chusma de extrema derecha frente al Bundestag alemán son un ataque insoportable al corazón de nuestra democracia. Nunca lo aceptaremos" (Franz Walter Steinmaier, Presidente del Bundestag)
Más de 35.000 personas en Berlín, multitudes organizadas por la extrema derecha, protestan en contra de las medidas propuestas e impuestas por el gobierno para contener la expansión de la Covid-19. No solo llamó esta vez la atención la cantidad sino la ira, ese odio que se observa en las transfiguradas caras de los manifestantes. Algunos tratan de parecer combativos, pero solo parecen agresivos, o mejor, destructivos.
“Ojalá se contagien entre ellos y nos dejen tranquilos”, dice irritado alguien que los observa. Pero no será así. Los aerosoles que salen de las bocas de esos manifestantes apretados unos con otros contaminarán también a los que no tienen nada que ver con ellos. Después de haberse infectado en el delirio multitudinario, trasladarán el virus a los buses, a los trenes, a los supermercados. Gracias a ellos morirán otras personas.
De hecho, la concentración en sí es desde el punto de vista ético, criminal. Lamentablemente no lo es desde el punto de vista jurídico. La ley no argumenta, el derecho a reunión está estipulado con letras firmes en la Constitución, es inviolable, y su aplicación jurídica es automática, jamás discursiva. Las leyes cuando han sido dictadas no se debaten, se aplican.
Nuevamente nos encontramos con una de las paradojas no resueltas de la democracia: la que nos dice que la democracia para ser democracia debe regir no solo para los demócratas sino también para los antidemócratas. Estos últimos usan y abusan del derecho a no ser demócratas. También gozan de las libertades que niegan en nombre de la libertad.
Sí: de la libertad. Libertad de no llevar máscara, de no guardar el metro y medio de distancia, de no lavarse las manos. Libertad para contagiar al prójimo. Libertad que es de ellos pero no de otros. Gracias al uso pervertido de esa libertad, unos serán intubados. Otros morirán.
¿De dónde proviene tanta chusma desquiciada? Leyendo a Yubal Harari, es posible pensar en un hecho que no conviene hacer público, pero que cada vez demuestra más su clara evidencia. No todos los seres humanos han alcanzado el punto que marca el nacimiento del homo sapiens, deducimos del notable historiador israelí. Entre nosotros hay hordas que quedaron rezagadas en fases pretéritas del desarrollo de la humanidad. No es que sean retardados -entiéndase bien- . Muchos de esos manifestantes pueden desarrollar complejos trabajos, algunos técnicos, mecánicos, incluso hay uno que otro letrado entre ellos, en suma: pueden dar pruebas de un coeficiente intelectual normal. Pero carecen de algo. Ese algo es la capacidad de pensar, de preguntarse a sí mismos sobre la razón y el sentido de las cosas. Poseen inteligencia instrumental, y nadie se las va a negar. La que no poseen es una inteligencia pensante. Tienen alma (ánima), pero no tienen espíritu.
La ausencia de pensamiento es un vacío que transportan en sí muchos seres. Un vacío si se quiere, magnético. Pues el no-pensar atrae hacia sí lo desconocido. Y ese “lo desconocido“ asoma a veces en su forma más siniestra: lo Umheilich (lo tenebroso), lo llamaría Freud. “El miedo se encuentra en el registro de lo desconocido”, agregaría Lacan en su Seminario 10 (sobre La Angustia). Y lo más desconocido de todo, es ese límite que separa al ser de su no-ser, la muerte en el alma, esa muerte que es parte de la vida aún antes de morir. Y que duda cabe, Covid -19 es representante no simbólico sino real de la muerte.
¿Quién lo quiere ahí? Ha alterado nuestros hábitos, nuestras vacaciones las han convertido en un sacrificio, las amistades han sido transportadas a Skype o a Zoom, las expresiones de amor ya no son corporales, los jóvenes no se tocan y los niños, esos pobres, tristes niños, ya siquiera pueden jugar sin miedo. Es un virus de mierda, nadie lo niega. Pero está ahí. Y eso no lo podemos ocultar.
Como el cambio climático que lo cambia todo, como un tsunami cuando arrasa todo, como una guerra cuando mata todo, como una dictadura cuando oprime todo, está ahí.
Los que no piensan, tan aterrados están con su presencia, solo atinan a negarlo. Quienes los mandan a la calle les han dicho que el corona virus no existe, que es una treta de Merkel y de los partidos para mantenernos sojuzgados, que es el Estado que quiere apropiarse de nuestras vidas privadas, que vivimos bajo las dictadura de los virólogos. Reacciones instintivas del que no quiere saber del peligro que lo rodea. Pero que al no reconocerlo, se convierte en algo peor: En una amenaza desconocida que no se sabe de donde viene. Entonces hay que buscar al culpable, a los portadores de esa amenaza, no a la amenaza.
Más de 35.0000 personas no-pensantes, representantes de muchas otras escondidas en sus casas, aterrorizados por ese miedo que solo pueden expresar como odio a lo que no saben que es, esperan una voz autoritaria, un macho totémico que les muestre un culpable para extirparlo de este mundo.
El corona virus no es facista, pero sí, lo estamos viendo en Berlín, produce facistas.
Hasta hace poco tiempo los cientistas sociales imaginaban la existencia de condiciones objetivas, lógicas y racionales para explicar la conducta humana. Hoy, al mirar a esa multitud delirante de odiantes desencajados, uno no puede sino llegar a la conclusión de que hay una región que siempre escapará a todo análisis. Quizá esa región yace en un lugar muy escondido de la condición humana. Quizás es la propia condición humana.