Fernando Mires - "GUERRA CIVIL" EN VENEZUELA



Por lo general los historiadores han usado el término guerra civil para referirse a insurrecciones armadas que incorporan a parte del ejército oficial o, en su defecto, a asonadas militares que suponen una quiebra al interior del ejército y no por último a la declaración de guerra a un determinado sector de la nación por parte del ejército del estado. En todos esos casos, el término más correcto debería ser el de guerra interna, para diferenciarlo de las guerras externas entre dos o más naciones. Las guerras civiles, en efecto, nunca han sido civiles sino militares.

Las guerras internas, llamadas civiles, aparecen allí donde las contra-dicciones de una nación ya no son dirimidas de acuerdo al juego político, de modo que la dicción del “estar- en-contra” deja el paso a un antagonismo sin palabras.

Una guerra civil supone por lo tanto la desactivación de los modos políticos, los que son sustituidos por modos no políticos. De acuerdo con Hannah Arendt, donde no hay política, hay terror. Y el terror siempre es violento.

Como ha sido insistentemente repetido en la teoría, la política es hija natural de la guerra de tal modo que no hay ninguna necesidad para contradecir al barón Von Clausewitz en su más conocida frase, a saber, que la guerra es la continuación de la política por otros medios. Por esa misma razón la política también podría llegar a ser la continuación de la guerra por otros medios. La política está contenida en la guerra así como la guerra en la política.

Política, en su pura definición negativa es guerra gramatical dirimida entre dos o más enemigos que no se matan entre sí. El inicio de la guerra es – continuando el razonamiento - la suspensión de la dicción política entre dos o más enemigos. Allí donde hay solo un “contra” sin “dicción” impera la lógica de la guerra. Y bien, esa es la que impera en la Venezuela de hoy.

En la Venezuela del 2020 ya no reina la razón política. Más bien sucede lo contrario: la política ha sido relegada a un lugar no hegemónico por ambos bandos: Por un gobierno anti-político empeñado en sustituir la política por la fuerza militar y por una oposición que, violentando su propia condición política, ha optado por la vía insurreccional sin tener medios, ni sociales ni militares, para recorrerla. En el medio, un pueblo víctima de dos actores que han abandonado el uso político para dirimir sus diferencias.

Decir que ha sido impuesta la razón de la guerra no quiere decir que en estos momentos hay una guerra con todos los ingredientes conocidos en literatura y cine (fuego cruzado, muertos a granel, tierras arrasadas, batallas sangrientas). Lo que afirmamos es que al ser suspendida la política como medio de comunicación entre dos adversarios, domina, se quiera o no, la cruel lógica de la guerra. Si hay todavía política, como en toda guerra, será solo una política de guerra. Y el objetivo, como en toda guerra, es la eliminación del adversario.

La “guerra civil venezolana” fue comenzada sin duda por el chavismo de Chávez. El chavismo de Maduro no ha hecho sino continuarla y radicalizarla.

Chávez llegó al poder mediante la vía electoral en nombre de una revolución. Una que, como toda revolución, supone una declaración de guerra al orden social y político vigente. Hasta Chávez, un orden democrático. No obstante, esa revolución necesitaba de la legitimación de la mayoría. Por esa razón la estrategia del chavismo en su primera etapa se caracterizó por la combinación elección- revolución. Sin elecciones no hay revolución parecía ser la divisa, confirmada en la práctica. Pues no fue Chávez quien se apartó de la vía electoral sino la propia oposición la que el año 2002, recurriendo a la vía golpista, intentó derrocar a un presidente libremente elegido. Aunque duela, esa es la verdad.

Gracias al fracasado golpe de estado, Chávez apareció como lo que nunca había imaginado ser: restaurador del orden constitucional. La absurda, antipolítica y reaccionaria abstención de la oposición el año 2005, terminaría por ceder el Parlamento (centro de toda democracia) al chavismo. Así, Chávez no tuvo ninguna necesidad de demoler al “orden burgués”. La propia oposición se encargaría de esa tarea. Y lo hizo con suma eficiencia.

Pronto Chávez se daría cuenta de la contradicción básica que porta esa oposición. Como si hubiera leído a Gramsci, advirtió que el camino al poder no es directo sino que supone la creación de puntos hegemónicos que permitan combinar la guerra con medios políticos. De este modo, la guerra de Chávez al orden democrático fue subordinada a una estrategia política. El asalto definitivo al poder iba a tener lugar mediante vías constitucionales, con un cambio de la propia Constitución (aún “burguesa” en el vocabulario marxistoide) por una Constitución socialista (chavista) que le aseguraría el poder por largo tiempo (al estilo Putin). Como sabemos, Chávez fracasó. El plebiscito del 2007 fue la primera derrota histórica del chavismo.

El error de Chávez fue no percibir que, así como él se había visto obligado a recurrir a formas constitucionales de lucha, la oposición, o los sectores que en ese momento la lideraban (la influencia de Teodoro Petkoff y su diario Tal Cual fue en ese momento decisiva) también había aprendido de sus fracasos. Con el triunfo del 2007 la oposición hizo suya la propia Constitución de 1999 adoptando la vía electoral, la misma que ya le había permitido ordenar fuerzas en las elecciones presidenciales del 2006.

A partir del triunfo del 2007 comenzaría una larga lucha de la oposición para abrirse camino de acuerdo a un itinerario de cuatro puntos muy bien diseñados por Henrique Capriles: el democrático, el constitucional, el pacífico y el electoral. Estrategia formalmente vigente hasta ese aciago 23 de enero del 2019 cuando Juan Guaidó dio al traste con una lucha ascendentemente victoriosa, regresando (o retrocediendo) a la vía insurreccional del 2002, con un absurdo mantra que ponía como condición para la transición democrática y elecciones libres, tumbar a Maduro (no otra cosa es el fin de la usurpación) erigiéndose de paso como ficticio presidente paralelo. 50 países reconocieron a Guaidó, pero no para avalar su estrategia política, que nadie conoce todavía, sino como repudio al gobierno anti-democrático de Maduro.

No volveremos a comentar hechos conocidos: Ni la absurda “salida” del 2014 después que la oposición perdiera las elecciones del 2013, ni el gran triunfo electoral del 6-D-2015, ni el constitucional RR16 destinado a derrocar a Maduro, ni las luctuosas (e irresponsables) jornadas del 2017, ni el rechazo a la participación en las elecciones presidenciales del 20-M del 2018 que llevó a despreciar una inmensa mayoría electoral y a destruir la MUD para finalmente caer en esa “política de la nada” que se extendería hasta el 23-E-2019.

Cabe destacar que el 23-E, Guaidó, en representación de la AN, pero en nombre de la política extremista de su partido, decidió embarcar al conjunto de la oposición, incluyendo a sus sectores más centrados, en una aventura insurreccional sin contar con los medios para llevarla a cabo.

Los resultados -lo advertimos a su debido tiempo- no podían sino ser catastróficos. Maduro no tuvo que hacer nada más que aceptar el desafío. ¿Quieren insurrección? Perfecto, tendrán represión. ¿Quieren renunciar a las elecciones? Perfecto, no necesitaré cometer fraudes para declararme vencedor. ¿Quieren convertir a la AN en baluarte de la guerra civil? Perfecto, construiré otra AN. ¿Quieren que EE UU invada a Venezuela? Perfecto, que lo intenten. ¿Quieren una vía no electoral, no pacífica, no democrática, no constitucional? Perfecto, esa es mi propia vía, la que mejor conozco, donde mejor me nuevo, la caminaremos juntos.

La oposición conducida por quienes rodean a Juan Guaidó ha llevado la lucha al terreno de la no-política, a una guerra civil sin batallas, a los terrenos donde Maduro es más fuerte y la oposición más débil. Pocas veces, quizás nunca, un autócrata ha recibido tantos obsequios. Basta mencionar el circo de la “invasión humanitaria” del 23 -F, el “golpecito de la autopista” del 30-A, el ridículo “macutazo” de marzo del 2020. Y aún peor que todo eso, la entrega de la iniciativa a los propósitos electorales de la administración Trump, cuyos emisarios, llámense Abrams, Pompeo o Rubio, han probado ser incompetentes en todo lo que tenga que ver con la política de los EE UU hacia América Latina. Al depender de esa iniciativa externa, la conducción Guaidó terminaría por desconectar a la oposición de los temas de su propio país, desmovilizando al pueblo y creando condiciones para que se impongan los principios de una guerra civil en la que solo podía perder. El ex presidente brasileño Fernando Enrique Cardoso se sintió en la obligación de recordar a Guaidó: “las transiciones dependen de la fuerza interna, más que de los apoyos externos”

Hoy Venezuela es un país que se desmorona en medio de la incompetencia de sus políticos, de una pandemia que arrasa a la población más allá de la cosmética de las cifras, en medio del hambre, de la miseria y de la violencia y, por si fuera poco, sin expectativas ni esperanzas de cambio. Venezuela, es la triste conclusión, no solo tiene un gobierno fallido. Tiene, además, una oposición fallida.

El broche de oro lo acaba de poner, para variar, Guaidó. En julio del 2020, los expertos mediadores noruegos, advirtiendo la necesidad de encontrar salidas, ofrecieron nuevamente sus servicios para propiciar un diálogo entre gobierno y oposición. Como respuesta les llegó una cerrada negativa de la oposición establecida. Con eso, dicha oposición dijo al mundo no estar dispuesta a dialogar hasta que se vaya Maduro. De ese modo la oposición está terminando de cavar su propia tumba. ¿No son conscientes de lo que significa un país sin posibilidad de diálogo político? ¿Cómo dicen que van a cambiar las condiciones electorales si no se atreven siquiera a discutir el tema con el gobierno?

Sin diálogo (por enemistoso que sea) no hay política y sin política nunca habrá democracia. Guaidó y Maduro han creado todas las condiciones para una guerra civil que de hecho ya está teniendo lugar. Una guerra sin batallas. Una guerra donde el único vencedor es quien mejor domine la política de la guerra. Y ese “quien” no es Guaidó ni los miembros de la oposición que lo secundan.

En diciembre tendrán lugar en Venezuela elecciones parlamentarias. Aunque sean postergadas como consecuencia del avance de la pandemia, la oposición de Guaidó ha decidido entregar la AN a Maduro. Tendría que ocurrir un milagro para que los sectores democráticos de la oposición -los que desde ya, disintiendo del extremismo, han optado por participar - tengan alguna chance. Puede que sea demasiado tarde para una “rebelión de las cédulas” (Capriles dixit). Gobierno y oposición han destruido la voluntad de voto y recuperarla va a costar sangre, sudor y lágrimas. Para decirlo con las experimentadas palabras de Abraham Lowenthal: “Participar en elecciones injustas diseñadas por el régimen de Maduro para asegurar su victoria será extremadamente frustrante, pero de cualquier modo debe intentarse para fortalecer la visibilidad y la capacidad organizativa de la oposición en toda Venezuela, además de consolidar la unidad y experiencia práctica. Estas actividades podrán dar frutos más adelante, aunque la oposición democrática no triunfe en los comicios parlamentarios programados para diciembre”.

Participar, aún sin esperanzas de ganar, dice Lowenthal. Participar incluso bajo condiciones imposibles como lo han hecho diversas oposiciones en el mundo: la húngara, la polaca, la turca, la rusa, la serbia, la bielorusa y, en nuestro continente, la boliviana. Participar para denunciar irregularidades y fraudes desde dentro y no desde fuera de la lucha electoral. Participar para mantener viva la llama luminosa de la política. Participar, aunque solo sea para forjar desde la diaria contienda una nueva oposición digna de un pueblo castigado. Y no por último, participar para salir de esa guerra civil sin batallas creada por la dupla López/Guaidó, y acatada de modo oportunista por sectores que ayer fueron defensores de la razón democrática.

Así es la política a veces: para saber unir hay que saber separar.