El 25% de la población mundial tiene algún tipo de trastorno mental, lo que equivale a una de cada cuatro personas[1]. Sea mayor o menor el número de personas que viven con algún tipo de trastorno mental, no hay excusa para la discriminación. Nuestra cultura nos enseña a burlarnos y excluir a aquellos que consideramos “diferentes” y, en este caso, son muchas las personas que se encuentran marginadas por este motivo. Sin embargo, no nos paramos a pensar en que, en la sociedad que vivimos, todos estamos enfermos, a costa de que este tipo de sistema siga sobreviviendo. Y es precisamente porque la sociedad está enferma, por lo que se dan los diferentes tipos de discriminación, entre ellos, el cuerdismo.
La estigmatización de la enfermedad mental tiene muchas veces, como consecuencia, el autoestigma: “el estigma internalizado se ha relacionado con creencias de desvalorización y discriminación, con disminución de la calidad de vida, la autoestima, la autoeficacia y el agravamiento de los síntomas.”[2] De modo que además de soportar la carga de la opresión externa, podemos llegar a dañarnos todavía más a nosotros mismos con esa supuesta valoración negativa a la que debemos someternos.
“El estigma que este colectivo sufre no está sencillamente arraigado en la carencia de información, aun cuando también colabora negativamente sino que está arraigado en las personas, en las familias, en la sociedad misma. Muchos de los mitos sobre el enfermo mental especialmente el de la violencia y el de la incapacidad son transmitidos de unos a otros, en las familias, en los medios de comunicación, en el cine, etc. contaminando todas las actividades sociales.”[3]