Hay un problema con las tipologías: no hay ninguna que no sea tributaria de una realidad determinada, de tal modo que cuando una es transferida a otra realidad, hay que contar con un déficit de aplicación. O es excedente o es insuficiente con respecto a la realidad a la que pretende tipificar. Hay, por lo tanto, que aplicarlas con sumo cuidado, haciendo siempre las advertencias del caso. Una de ellas es que solo pueden dar cuenta parcial del objeto tipificado.
Para hablar con ejemplos, hay diferentes regímenes a los que calificamos de fascistas, pero la mayoría no cumple con las condiciones pertinentes a los fascismos de la primera ola, antes de la segunda guerra mundial. Lo mismo sucede con el concepto de totalitarismo que a la vez engloba a los fascismos y a los estalinismos.
Hannah Arendt, si no la inventora, la mejor descriptora del fenómeno totalitario, lo utilizó para referirse a la dominación total (valga la redundancia), cuando el estado, en su forma fascista o estalinista, se apropia no solo del cuerpo social sino de todas las esferas de la vida, incluyendo a las relaciones íntimas. Dicha apropiación, según Arendt, decurre a través de la vía ideológica, de la vía de la razón instrumental y de la vía de la represión policial (la polí- tica subordinada a la poli-cía de la polis).
Entonces, recién cuando la “colonización del mundo de la vida” (Habermas) por la razón instrumental - que se deriva de la economía, de la ideología y de la burocracia de estado - ha sido total, podemos hablar de totalitarismo.
Recordemos que la misma Arendt advirtió que desde Nikita Jruschev el término totalitarismo había perdido validez para describir al sistema imperante en la URSS. Su percepción en ese punto era clara: si bien todos los regímenes totalitarios son dictatoriales, no todos los regímenes dictatoriales son totalitarios.
Valga este preámbulo para abordar un tema de importancia fundamental. Me refiero al aparecimiento de nuevos tipos o formas de dominación estatal no equivalentes a las que regían durante el siglo XX. Se trata de tipos o formas de dominación que contienen elementos propios a las formaciones no-democráticas del pasado, pero no se agotan en ellas. No se trata por cierto de clásicas dictaduras militares como las que asolaron el continente sudamericano, el Oriente Medio y el Sur de Europa, aunque la represión militar suele jugar en ellas un papel decisivo. Tampoco de regímenes fascistas como el mussoliniano o el hitleriano. Ni de dictaduras comunistas aunque algunas de las neo-dictaduras recurran al léxico comunista (socialismo del siglo XXl) ¿De qué se trata entonces? ¿Qué es lo “nuevo” de las anti-democracias de nuestro tiempo?
Aunque decirlo parezca tautología, lo más nuevo es nuestro tiempo. Un tiempo que no es el de la sociedad industrial. Más bien uno que corresponde a la era digital en donde los pilares del orden industrial se encuentran en acelerado proceso de desintegración. Pues, así como la sociedad de clases de la era industrial sustituyó a la sociedad estamental del periodo medieval, la sociedad de masas de la era digital está sustituyendo a la sociedad de clases de la era industrial.
El derrumbe de la sociedad de clases - también lo advirtió Hannah Arendt – no lleva necesariamente a un orden superior, como supone el credo marxista, sino a procesos de desintegración donde la masa desorganizada busca representaciones políticas que no pueden ser halladas en partidos tradicionales. Por eso, el renacimiento de la sociedad de masas (su primera oleada ocurrió en el tránsito que lleva del feudalismo al industrialismo) va aparejado con el aparecimiento de partidos y de líderes de masa. Esa es la base de lo que cientos de sociólogos denominan como “populismo” (o neo- populismo). Vivimos un periodo de auge populista, no cabe duda.
En cierto modo estamos presenciando a nivel global el inicio de una nueva alianza sociopolítica. Mientras a partir de la revolución industrial tuvo lugar una alianza entre trabajadores e intelectuales (base originaria de todas las socialdemocracias) en el mundo fascista y comunista emergió una alianza entre elites y “chusma” (Arendt dixit), en el mundo democrático entre empresarios y obreros, en el periodo posindustrial- digital la alianza formada por líderes de masa y la masa como tal. Y bien, a partir de este hecho objetivo podemos diseñar algunas de las características de un nuevo tipo de Estado al que - ya será explicado por qué – denominaremos “putinista”.
Antes que nada hay que consignar que como en la Rusia de Putin, los nuevos estados anti-democráticos (otros dicen i-liberales) son extremadamente personalistas. Por eso, a diferencia de las democracias y de las dictaduras hasta ahora conocidas, las llamamos autocracias. Eso quiere decir que la lógica teórica de su funcionamiento se deduce de una comunicación directa entre líder y un supuesto pueblo (masa sin autorepresentación).
Un autócrata, llamése Putin, Orban, Kaczinsky, Erdogan, Ortega, Maduro y quizás en el futuro próximo, Bolsonaro o Bukele, no precisa de intermediaciones. El gobernante dice representar, por el solo hecho de estar ahí, la voz del pueblo y, por lo tanto, su palabra está por sobre la ley. Por esa razón todos esos gobiernos son antiparlamentarios. O suprimen al parlamento o lo convierten en una caja de resonancia del ejecutivo.
Es evidente que, aún sin haber leído a Carl Schmitt, los autócratas del siglo XXl representan el ideal del jurista alemán para quien el principio de legitimidad se debilita cuando es mediado por organismos parlamentarios (Legalität und Legitimität, Berlín 1998). No obstante, a diferencia de las monarquías absolutas, cuyo poder al ser dinástico era hereditario, el poder de los nuevos autócratas necesita de la legitimación formal del pueblo, necesidad que explica por qué recurren, a veces febrilmente, a la celebración de actos electorales donde suelen triunfar, muchas veces sin recurrir a fraudes. No pocos autócratas son “amados” por sus seguidores.
Las autocracias, a diferencias de las antiguas dictaduras, son sistemas de dominación flexibles. Cuando no se sienten amenazadas tienden a comportarse incluso como democracias. Pero si lo son, aparece el látigo cruel del dictador. Pues, a diferencia de las dictaduras del siglo pasado, no todas las libertades públicas son suprimidas bajo la égida autocrática. En la mayoría de los casos estas se mantienen subordinadas bajo la hegemonia del poder estatal.
Para decirlo en clave de síntesis, las autocracias mantienen los principios del orden republicano reduciendo los del orden democrático. Así se entiende por qué logran echar raíces en países de baja tradición democrática. Es el caso de Rusia o de Turquía. En cambio en países que cuentan con una base democrática, como Hungría y Polonia, son cuestionados por sectores que ven en las democracias occidentales un punto de orientación. En otros países han logrado acceder al gobierno mediante coaliciones con movimientos y partidos más democráticos (Austria e Italia) hecho que los ha llevado a neutralizar su ímpetu populista. Y en Francia, aún si el lepenismo llegara a erigirse vencedor, deberá contar con una oposición democrática que imposibilitará el cumplimiento de sus proyectos más radicales.
En todos los casos los bastiones de las autocracias se encuentran en las zonas suburbanas y en el mundo agrario, es decir, en donde pesa la tradición religiosa y sus valores nacionalistas y patriarcales. Sintomático es que en la mayoría de las autocracias europeas tenga lugar una alianza entre estado y religión. Putin, convertido de pronto a la ortodoxia cristiana, ha dictado la pauta al combinar una economía capitalista salvaje, poblada por mafias inescrupulosas, con un estado confesional que gobierna en nombre de Dios. El ejemplo ha sido seguido por Kacinsky y Erdogan quienes han iniciado una verdadera cruzada en contra de la cultura occidental, representada para ellos en una Europa decadente, tolerante, buenista y sexualmente depravada. Apelando a la xenofobia y a la homofobia – a veces a las dos a la vez – han creado una ideología que, al introducirse en los recintos de la intimidad busca “vigilar y castigar” (Foucault) el cuerpo de los ciudadanos, principio propio a los totalitarismos del siglo XX. La diferencia es que mientras los sistemas fascistas y comunistas convirtieron a la ideología en una religión, los regímenes europeos de corte putinista convierten a la religión en una ideología. No así sus equivalentes latinoamericanos donde algunos autócratas dicen seguir principios de la antigua “izquierda”. Pero las apariencias engañan.
Autocracias de “izquierda” como las de Venezuela, Nicaragua y hasta hace poco Bolivia, aunque digan sustentar su práctica en ideologías, son esencialmente mitológicas e incluso mitómanas. No Marx ni Lenin sino el mito bolivariano y hoy el mito chavista constituyen los soportes ideológicos de Maduro. Lo mismo en Nicaragua, donde el nombre de Sandino ha sido elevado a la categoría de mito nacional. Morales, recordemos, usó y abusó del mito del indio pre-colombino para erigirse en representante de un movimiento telúrico y ancestral.
La mitomanía cumple en América Latina el papel que en Europa corresponde a las ideologías y a las religiones. Lo importante es que las creencias sobre las que se monta el poder sean compartidas por la mayoría de la nación, e incluso, en muchos casos, por las propias oposiciones. En Rusia, por ejemplo, el líder de la oposición, Alexei Navalny, cree en los valores de la Rusia religiosa y patriarcal, con mayor devoción que Putin. En Venezuela, el cada vez menos popular líder, Juan Guaidó, rinde culto a la épica heroica, desprecia los usos democráticos, invoca soluciones míticas o mágicas.
Ahora bien, ¿por qué he calificado a las autocracias de la era post-industrial como exponentes de un nuevo tipo de estado al que llamo “putinista”? ¿No es una aventura designar bajo un mismo concepto a países que se encuentran en latitudes tan diferentes? ¿Qué tiene que ver Rusia con Venezuela o Hungría con Nicaragua? Vamos por parte.
A diferencias del pasado reciente, donde predominaba la historicidad nacional, la historia de nuestro tiempo acusa los síntomas de una acelerada globalización. Por eso, así como son tejidas redes globales en los espacios de la información y de la cultura, también comienzan a aparecer en sistemas políticos compatibles entre sí. Cualquiera puede observar por ejemplo el interés que muestra Putin por Venezuela u Orban por Brasil. La familia autocrática es, queramos o no, cada vez más global. Así vemos como en el Brasil y El Salvador, Bolsonaro y Bukele sustentan una ideología más o menos equivalente a la de las autocracias europeas, avaladas desde EE UU por la administración anti-europeísta de Donald Trump ante cuya persona el ideólogo de Putin, Alexander Dugin, siente una más que notoria fascinación.
Pero, ¿por qué hablar de estados putinistas? A mi juicio hay dos razones. Una secundaria y otra primaria. Comencemos por la secundaria.
La razón secundaria nos dice que en la Rusia de Putin hay una autocracia perfecta. De hecho reúne como ninguna las condiciones para merecer tal calificativo. A la cabeza, un autócrata que maneja todos los hilos del poder, que ha convertido a la Duma (parlamento) en ficción formal, que recibe el apoyo de millones de rusos fuera de las grandes ciudades, que se sirve de la mitología del poder absoluto del Zar y del poder total de Stalin, que ha sellado una alianza con la ortodoxia cristiana restaurando el confesionalismo estatal, que odia a muerte al occidente democrático erigiéndose como baluarte en contra de la homosexualidad, del feminismo y del matrimonio gay y, no por último, que sirve de nexo entre las despotías asiáticas y los gobiernos y movimientos nacionalistas europeos.
Veamos ahora la razón primaria. Rusia es una potencia territorial (“el tamaño sí importa”) que anexa territorios aún fuera de su espacio natural (Siria pertenece ya a Rusia). Nunca podrá disputar poder económico a China ni tecnológico-militar a los EE UU. Pero, de los tres imperios de nuestra era, es el que mejor maneja las redes de asociación política. Si no fuera por la Rusia de Putin las autocracias europeas y latinoamericanas solo serían asteroides perdidos en el espacio global. Gracias a Putin han pasado a constituir un sistema solar cuyos planetas giran alrededor de ese eje de rotación que se llama Rusia.
Rusia y no China es, desde una perspectiva política, la gran enemiga de la democracia occidental. Solo pocos lo han entendido así. Entre esos pocos Angela Merkel quien ha tenido que vencer escrúpulos democráticos para impulsar una mayor colaboración económica con China, hecho que escandaliza a Putin y a su indirecto socio, Trump. Para Merkel, China es un competidor comercial cuya influencia política o ideológica nunca se hará sentir en Europa. Rusia en cambio (no lo ha dicho, no puede decirlo) es un enemigo político.
Estado putinista, no estado fascista ni totalitario. Un concepto que no viene del pasado sino de constelaciones que ofrece el presente que vivimos. Naturalmente, como todo concepto, puede ser deficitario. Pues, aparte de Dios, todos los conceptos que usamos son imperfectos, provisorios, circunstanciales.