Esta semana, la izquierda logró propinarle duros golpes al Ejecutivo, con la cooperación activa de varios parlamentarios de derecha. No es seguro que el oficialismo pueda recuperarse rápidamente, porque lo aquejan problemas profundos. Un mandatario que no cuenta ni siquiera con un tercio del Congreso ha perdido casi todas sus defensas institucionales, y nuestro régimen no funciona bajo ese supuesto. Si el Gobierno no toma medidas drásticas para corregir la dinámica, seguirá cuesta abajo en la rodada.
Con todo, la situación actual obliga a formular también otro tipo de interrogantes, más allá del estado crítico de la derecha. Si acaso es cierto que el país vive momentos históricos —como se apuran en aseverar figuras opositoras—, debe decirse que el oficialismo no ha sido el único derrotado. En efecto, en estas semanas, la oposición ha pagado un elevado costo. La cuestión puede explicarse como sigue. Buena parte del progresismo aspira a realizar cambios muy profundos en el país; pero, sin advertirlo del todo, está horadando las condiciones de posibilidad de esos cambios. Esto puede dejar a la izquierda y al país en un extraño laberinto. Veamos.
Por un lado, en la discusión relativa al sistema de pensiones, la izquierda utilizó sin asco una concepción irrestricta del derecho de propiedad. Así, afirmó una y otra vez que la propiedad sobre los fondos de pensiones no admite ningún tipo de limitación. Una vez instalada esa idea —defendida incluso en tribunales, como si se tratara de un problema jurídico entre privados— será muy difícil introducir después mayores dosis de solidaridad. Al asumir un discurso individualista, y calificar las cotizaciones como “ahorro forzoso”, la izquierda tendrá muy poco espacio para cambiar luego el dispositivo intelectual, y predicar tanto la función social de la propiedad como el valor de la comunidad. Quien se duerme libertario no se levanta socialista al día siguiente. Fue tal el deseo de asestarle un golpe a la capitalización individual que la izquierda no trepidó en reforzar la lógica interna del sistema, sin conducir ninguna reflexión paralela sobre las pensiones.
Esto es tan cierto que el progresismo se negó a que el retiro del 10% pagara impuestos, ni aun en aquellos sueldos superiores a dos millones de pesos. Se trata de una paradoja brutal, que no deberíamos pasar por alto. Siempre podrá argüirse que no cabía perder tiempo en minucias legislativas, o que la “pedagogía lenta” hará lo suyo. Sin embargo, un regalo tributario a los altos ingresos no es, bajo ningún respecto, un detalle. Todo indica que estamos frente a una renuncia ideológica cuyas consecuencias la izquierda, ebria de entusiasmo, no ha querido medir. Como de costumbre, la cuenta la pagarán los más vulnerables, pues el Estado tendrá menos recursos para atenderlos; y los pobres, pensiones más bajas. La pregunta que surge es evidente: ¿cómo elaborar un proyecto de izquierda desde una concepción absoluta del derecho de propiedad y sin cobrar los tributos debidos? ¿Qué Estado de bienestar será posible construir sobre esas bases? ¿O alguien supone que esta fractura se subsanará con un impuesto a los “súper ricos”? La sociedad no es un laboratorio que pueda manipularse tan fácilmente, y el despertar será cruel.
Pero hay más. Las reformas que la izquierda aspira a realizar son tan profundas que, para llevarse a cabo, requieren de un poder central robusto, capaz de impulsar esas modificaciones. Sin embargo, la actual oposición está desde octubre embarcada en un esfuerzo por desestabilizar a la presidencia de la república, cuyo objetivo último parece ser alguna modalidad de régimen parlamentario. La dificultad estriba en que un poder débil, obligado a negociar constantemente con múltiples camarillas partidarias, cada cual protectora de su feudo, no tendrá los medios para realizar esas anheladas transformaciones estructurales.
En rigor, este fue el problema de la Nueva Mayoría, que nunca logró constituirse en soporte sólido del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Esa coalición voló por los aires al poco andar precisamente porque la presidencia nunca se articuló con sus propios partidos. Sobra decir que la oposición no ha realizado la menor autocrítica al respecto. Si vamos más lejos —y guardando las proporciones del caso—, Salvador Allende se enfrentó a una dificultad semejante: ¿cómo realizar transformaciones profundas desde una presidencia débil, cooptada por los partidos? Hace ya muchos años, Claudio Véliz identificó acá una debilidad profunda del caudillo socialista: mientras vivió, Salvador Allende no logró encarnar del todo la institución presidencial (dicho sea de paso, el actual mandatario no es ajeno a esta cuestión). En otras palabras, la izquierda mira con distancia al presidencialismo, pero el hecho es que las frondas parlamentarias tampoco le permiten llegar muy lejos. Mientras la oposición no comprenda esa paradoja, se condena a cometer los mismos errores. Peor, seguirá sembrando expectativas y cosechando frustraciones.