¿Para qué sirve un rey? Esta no es una pregunta capciosa y es lícito que se la hagan los ciudadanos de un país democrático. Al propio don Juan Carlos, cuyo patrimonio está siendo investigado por la Fiscalía del Tribunal Supremo y sobre el que se vierten ahora acusaciones que empañan su antiguo prestigio, le escuché muchas veces que la monarquía subsistiría solo a condición de ser útil. Habida cuenta de las informaciones recientes sobre su persona, podríamos suponer que su abdicación se produjo precisamente porque él mismo concluyó que su permanencia en el trono no beneficiaba ni a la continuidad del Estado ni a la de la dinastía. De modo que ese criterio de utilidad, sobre el que se interrogan públicamente los populistas de la izquierda y los nacionalistas irredentos, está bien fundado. Ojalá se extendiera a otras instituciones, como el Ministerio de Consumo y su titular, sin ir más lejos.
Hasta los máximos detractores de la institución, desde Jorge Javier Vázquez hasta Pablo Iglesias, reconocen que el rey Juan Carlos fue útil en la instauración de la democracia y la devolución de las libertades a los españoles tras la muerte de Franco. Más que útil, a quienes vivimos aquellas jornadas nos pareció decisiva su actitud y, como el vicepresidente segundo del Gobierno reconoció hace apenas dos años, la mayoría de las fuerzas políticas, incluido el Partido Comunista, asumieron “el papel central de la monarquía en la dirección del proceso democratizador”. Solo quedó fuera del consenso la izquierda abertzale, brazo político de la banda terrorista ETA.