Alexis de Tocqueville fue el primero en entender la profundidad del dilema que suponía vivir en democracia. Libertad e Igualdad constituyen sin duda los dos pilares sobre los que toda democracia se asienta. Sin embargo, estos dos principios, fundamentales, encierran una paradoja – dice el filósofo francés – que, de no resolverse adecuadamente, conduce a una suerte de “despotismo suave”, que nos degrada de la peor manera, porque nos degrada sin atormentarnos. Y una democracia que se degrada, tarde o temprano se pierde.
¿Cuál es la paradoja? En un sistema democrático - dice Tocqueville - los individuos no pueden casi nada por sí solos y ninguno puede obligar a sus semejantes a prestarle ayuda. En una democracia, todos somos, simultáneamente, independientes y débiles.
¿Qué ocurre? Lo que ocurre es que esta condición comienza a dibujar dos tendencias opuestas. El espíritu independiente busca afirmarse frente a lo idéntico, a lo colectivo, a lo indiferenciado y solo busca en sí mismo la razón de las cosas. El individualismo se convierte en el refugio de la libertad.
La independencia, sin embargo, pronto descubre que podrá ser reflexiva o espiritual, pero necesita de los demás para subsistir, es dependiente materialmente. Somos autoconscientes, pero no autosuficientes. Somos independientes, pero constitucionalmente débiles. La debilidad nos hace buscar a los demás. Y entonces empieza a desarrollarse la tendencia inversa, pues al encontrarse con el peso de lo colectivo, el individuo siente como su propio valor disminuye, se siente abrumado por la uniformidad sin fisuras y sin relieve que le impone lo colectivo. Como dice Goma Lanzón “la igualdad democrática reconoce al individuo las libertades inviolables de su orgullosa subjetividad, pero al mismo tiempo democratiza ese reconocimiento a todos por igual y en esa igualación cada ciudadano se asimila en una generalidad indiferenciada compuesta de individuos abstractamente considerados y canjeables entre sí”.
Al sentirse insignificante y débil el individuo busca en el Estado la protección y la seguridad frente a la masa omnipotente que lo abruma. El estatismo se convierte en el refugio de la debilidad.
Cuanto más individuales, más independientes, pero a un mismo tiempo, más solos, más débiles y por lo tanto menos libres. Cuanto más masificados o estatizados, menos débiles, pero a un mismo tiempo, más dependientes y por lo tanto menos libres. Individualismo insolidario y colectivismo de masas son los dos riesgos que toda democracia comporta y derivan de esa alma doble (independiente y débil) inherente a la condición democrática.
El liberalismo intentó resolver este dilema afirmando que podíamos ser libres aunque no fuéramos iguales. La socialdemocracia intentó resolverlo afirmando que solo seríamos libres cuando fuéramos iguales. Poco a poco los liberales se fueron olvidando de la igualdad (subsumida en la libertad) y los socialdemócratas se fueron olvidando de la libertad (subsumida en la igualdad). La igualdad formal y la libertad económica se convirtieron en la trampa de la libertad (que conducía lentamente al desamparo) y la igualdad material y la libertad formal se convirtieron en la trampa de la igualdad (que conducía lentamente al despotismo y al desamparo). Este maniqueísmo se apoderó del siglo XX, y cuando no destruyó la democracia, inauguró una suerte de despotismo suave. ¿Por qué?
Porque la libertad absoluta convierte a la sociedad en puro mercado y la igualdad absoluta convierte a la sociedad en puro estado. Cuando eso ocurre, la socialdemocracia deviene estatismo, el liberalismo deviene neoliberalismo, y el “despotismo suave” queda servido.
El estatismo es deficiente porque sabemos que el estado solo puede hacer cuatro cosas: emitir dinero, endeudarse, aumentar impuestos o subir tarifas públicas. Una economía que se apoya exclusivamente en el Estado no puede generar empleo genuino y colapsa. El propio Estado se desfinancia y no puede decir presente. El neoliberalismo es deficiente porque deja todo librado a la economía. Como todo está a la venta, los bienes sociales se convierten en bienes económicos y se termina agudizando el aguijón de la desigualdad - como dice Sandel. El repliegue del Estado y la degradación de los servicios y espacios públicos terminan consolidando la tan temida (y dolorosa) fragmentación.
Luego las cosas se ponen peor. El estatismo deviene en populismo y el neoliberalismo en consumismo – como dos caras de una misma moneda. Al consumismo no le interesa discutir moralmente acerca de nada y convierte la economía de mercado en sociedad de mercado. El populismo avanza en sentido contrario, hacia una suerte de socialismo espiritual moralizante, que quiere igualarlo todo - incluso las opiniones – inaugurando una especie de dictadura de lo políticamente correcto. No es extraño que hace apenas unos días varias personalidades de la cultura (desde Pinker pasando por JK Rowling hasta Noam Chomsky) hayan firmado una carta abogando a favor del debate y contra la censura advirtiendo la persistencia de una actitud que debilita el debate abierto y la tolerancia de ideas en favor de la conformidad ideológica – que prohíbe periodistas por escribir sobre ciertos temas, que despide editores por dirigir ciertas piezas, que investiga profesores por citar ciertos trabajos de literatura en clase, que censura humoristas por hacer determinados chistes o utilizar ciertas palabras. El socialismo espiritual se vuelve implacable y amenaza con represalias durísimas a todo aquel que ose violar las normas de lo políticamente correcto.
Si no queremos que la democracia se degrade necesitamos gobiernos democráticos que consideren ambos principios a la vez. Que puedan preservar la independencia de las personas y estar atentos también a su debilidad. Necesitamos incluso que la crítica social y política, si pretende ser válida y constructiva, sopese también ambos principios a la vez – so pena de caer en extremismos gratuitos y violentos que no ayudan a nadie -.
La igualdad democrática nos hace independientes y débiles. Debemos aprender a ayudarnos libremente si no queremos caer en la impotencia como dice Tocqueville. En otras palabras, construir ciudadanía. De eso se trata. Recordar que el lema de la Revolución Francesa no tuvo nunca dos palabras sino tres “libertad, igualdad y fraternidad”. La fraternidad de los franceses es la ciudadanía de Tocqueville. La amistad cívica de Aristóteles. Solo esta dimensión ética o fraternal impide los excesos de la libertad y los excesos de la igualdad. Solo la fraternidad entiende la importancia de la libertad individual y de las condiciones materiales de vida. La fraternidad democrática no anula la diversidad de la libertad, igualándolo todo, ni desconsidera la desigualdad material, espiritualizándolo todo. La verdadera democracia no censura el debate, sino que lo promueve porque acepta las diferencias de la libertad. Y no promueve debates superfluos o metafísicos porque se ocupa de los problemas reales - no reniega ni se olvida de la necesidad -. No lo mercantiliza todo, ni lo moraliza todo. No es consumista, ni populista.
Kant dice que la paloma siempre quiere vencer la resistencia del viento para volar más alto. Sin embargo, cada vez que lo logra, descubre aterrada que se ha quedado sin aire, que a demasiada altura, se sofoca. Si queremos volar tenemos que aprender a lidiar con el viento. Enfrentar las dificultades de la vida democrática, con responsabilidad y seriedad, no con indiferencia o dogmatismos absurdos. La metáfora de Kant es sabia, sin embargo, debemos completarla, porque lo que la paloma de Kant ignora, es que la mejor forma de lidiar con el viento, es aprendiendo a volar juntos.