En
un punto - desde Schmitt y Weber, desde Arendt y Bobbio, desde
Ranciere y Laclau - existe un común acuerdo en la filosofía
política, y este dice: sin lucha por el poder, no hay política.
La
política, invirtiendo a Clausewitzt, es la continuación de la
guerra por otros medios. Medios polémicos y, por lo mismo,
gramáticos. En consecuencias, cuando enfrentamos a un enemigo no
político, la tarea consiste en no dejarnos arrastrar hacia la lucha
no-política, o lo que es similar, deber político es impulsar al
enemigo no político hacia el espacio político y así sustituir la
política de las armas por las armas de la política.
Alterando
un tanto la terminología de Hannah Arendt - quien hacía la fina
diferencia entre poder y violencia, aduciendo que el verdadero poder
prescinde de la violencia - podríamos hablar de dos tipos de poder:
el instrumental (económico, militar) y el político que viene del
debate público. Poderes no excluyentes. Pues es bien sabido que
tanto en la política nacional como en la internacional, el poder
político no puede ni debe renunciar al poder no-político
(instrumental). La razón es la siguiente: El poder político para
que sea político, no suprime, pero sí subordina al instrumental. O
dicho de otro modo: Entre ambos poderes ha de existir una mediación
cuya función es impedir que el poder político ceda su hegemonía.
Ahora bien, el ejercicio de esa mediación corresponde a los
gobiernos. Es, si así se quiere, el atributo principal de la
gobernabilidad.
Hay
por lo tanto una paradoja. Por una parte, el gobierno aparece como
máximo representante del poder, de tal manera que las demandas
públicas y las protestas civiles son canalizadas en su contra, del
mismo modo como todos los partidarios del gobierno cierran filas en
su defensa. Pero por otra parte, al ser representación del Estado,
su poder se encuentra extremadamente limitado pues el Estado – si
no estamos hablando de una dictadura donde gobierno, partido y Estado
constituyen una unidad- es de todos, sean gobiernistas o
antigobiernistas. Vale decir: un gobierno resulta de la lucha
partidaria, pero no puede ser (o parecer) como gobierno de un
partido. Un ideal difícil de cumplir. De ahí que los gobiernos no
partidarios sean, aun en los países más democráticos, excepción y
no regla. Y es obvio, todo gobierno intenta, si no acrecentar,
preservar su poder, de tal modo que no es extraño si el árbitro se
convierte en algunas ocasiones en jugador (algo que nunca podría
pasar en el fútbol). No obstante, cada gobierno ha de conservar
ciertas formas, entre ellas, la de no renunciar a la representación
del Estado que, repetimos, es de todos y no de algunos.
La
puesta en forma del Estado por medio del gobierno, siendo excepción
en periodos de estabilidad, emerge como necesidad cuando aparecen
agentes internos o externos que ponen en peligro la integridad de una
nación. Nos referimos a situaciones determinadas por guerras,
catástrofes naturales y, por cierto, epidemias y pandemias. Bajo
esas condiciones, no solo los gobiernos, todas las representaciones
públicas, deben bajar la intensidad de sus conflictos. El gobierno a
su vez, ha de asumir, no la representación simbólica sino real del
Estado. En esas situaciones – dicho en tono decisionista – el
gobierno es el Estado. Y, por cierto, el gobernante es,
efectivamente, el estadista. No hay otra alternativa.
La
puesta en forma del Estado reconoce tres posibilidades. El estado de
emergencia (cuando el gobierno recurre a las leyes previstas), el
estado de excepción (cuando el gobernante emite decretos no
inscritos en la carta constitucional) y el estado de sitio (cuando el
gobernante utiliza la represión militar suspendiendo derechos
políticos y civiles). En el primer caso, el gobernante recurre a la
autoridad de la letra constitucional. En el segundo, a la que
confiere su mandato. En el tercero, a la fuerza represiva. La
capacidad del gobernante, vista así, consiste en determinar cual ha
de ser la forma de Estado que debe predominar en cada situación. La
persona del gobernante es, en estos tres casos, radicalmente decisiva.
“El
cargo hace al hombre”, dice el dicho. Aunque para completarlo,
habría que decir: el hombre (la persona) confiere - o quita - dignidad
al cargo. Y si quien ocupa el cargo de gobernante solo domina las
teclas de la razón instrumental, desconociendo las de la razón
política, por mucho que represente al Estado, en condiciones donde
se requiere urgentemente de la segunda razón, puede terminar
agravando la crisis, convirtiéndose en parte del problema. Es el
caso de la gestión llevada a cabo dentro y fuera de su país por el
presidente Donald Trump.
Difícil
es negar a Trump sus habilidades empresariales. De hecho, antes de
que asomara la pandemia, había contribuido a impulsar la economía
norteamericana a altos niveles. Su propósito de derrotar a los
principales adversarios económicos de su país, en especial a China,
aún a riesgo de lesionar la norma diplomática, lo estaba logrando a
carta cabal. Su preferencia por los compromisos bilaterales y su mal
disimulado fastidio con las organizaciones supranacionales, sobre
todo con la UE, parecía obtener buenos resultados.
Tres
puntos no conocía, sin embargo, el presidente norteamericano. El
primero, que la lógica de la economía no es automáticamente
traducible a la de la política. El segundo, que en las relaciones
políticas, tanto a nivel nacional como internacional, no siempre
alcanzan éxito (incluyendo el económico) las unidades más robustas
sino las más cooperativas. La tercera, que los logros económicos
deben ser medidos no en breves sino en largos -a veces larguísimos –
plazos. Las ganancias de hoy pueden ser las pérdidas de mañana.
Precisamente,
uno de los historiadores que mejor maneja el análisis de los largos
plazos, Yubal Harari, escribió las siguientes palabras sobre la
gestión de Trump durante el periodo del corona virus:
“En
anteriores crisis mundiales (como la crisis económica de 2008 y la
epidemia del ébola de 2014), Estados Unidos asumió el papel
de líder mundial. Sin embargo, el actual gobierno
estadounidense ha renunciado a la labor de liderazgo. Ha dejado bien
claro que la grandeza de Estados Unidos le importa
mucho más que el futuro de la humanidad.
“Esa
administración ha abandonado incluso a sus aliados más estrechos.
Cuando prohibió todos los viajes procedentes de la Unión
Europea, ni siquiera se molestó en notificarla con antelación,
y mucho menos en llevar a cabo una consulta sobre una medida tan
drástica. Ha escandalizado a Alemania ofreciendo
supuestamente mil millones de dólares a una empresa farmacéutica de
ese país para comprar los derechos monopólicos de una nueva vacuna
contra la covid-19. Incluso si el actual gobierno
estadounidense cambiara finalmente de rumbo y presentara un plan de
acción mundial, pocos seguirían a un dirigente que nunca asume
ninguna responsabilidad, nunca admite ningún error y que acostumbra
a atribuirse siempre todos los méritos y achacar toda la culpa a los
demás" (27 de abril, 2020).
Después
que Harari escribiera ese artículo, la acción corrosiva de Trump ha
continuado su curso. Ha utilizado la crisis para desprestigiar a su
competidor económico, China, hecho que le ha valido críticas de
todos lados. Ha retirado la colaboración financiera a la OMS justo
en medio de la pandemia, mereciendo dura reprobación
internacional. Ha culpado a los emigrantes latinos de infecciones
virales, demostrado una peligrosa carencia de empatía y sensibilidad
humana. Ha emitido declaraciones bélicas en contra de Irán en
momentos donde había que imponer los signos de la diplomacia. Ha
puesto precio a la cabeza de Maduro, sugiriendo invadir Venezuela con
el solo propósito de obtener créditos electorales, paralizando y
desnacionalizando a la oposición de ese país. Por si fuera poco, ha
intentado elevar sus conflictos personales con Twitter a categoría
de problema internacional, en el mismo momento en que los EE UU
ocupan el primer lugar de la expansión pandémica. Estos y muchos
otros hechos, han llevado a la ciudadanía norteamericana a un nivel
de tensión, nerviosismo y crispación nunca antes conocido.
Las
grandes ciudades estadounidenses han sido convertidas en escenarios
de protestas multitudinarias. El asesinato cometido a George Floyd,
podía, incluso debía, desatar esas grandes protestas. Pero las formas explosivas que estas han tomado, solo pueden ser explicadas por la
existencia de un malestar que precedía al horrendo homicidio. Lo de
Floyd, para utilizar una manida frase, fue la gota de agua que colmó
el vaso. Un malestar que no se agota en la legítima protesta en
contra de la discriminación racial. Por el contrario, la
transciende. El hecho de que grandes multitudes (no solo
afroamericanos) desafíen las medidas precautorias que conlleva la
pandemia, haciendo oír su iracunda protesta en las calles, tiene que
ver mucho con el malestar surgido en contra de la gestión de un
mandatario que ha incumplido las normas básicas de gobernabilidad
frente a su nación y frente al mundo.
La
responsabilidad de un presidente no es solo hacer cumplir las leyes.
Con su presencia y con sus frases debe mostrar a los ciudadanos que
ellos no están solos, que existe un Estado que infunde tranquilidad
y seguridad y que, en momentos de peligro, los representa a todos,
sean del color que sean. Ninguna de esas tareas las ha cumplido
Trump. No ha sabido erigirse en el estadista que el momento requería.
Su país no lo merece.