La revolución tuvo muy claro desde el principio quién sería su enemigo. Lo escogió porque se adaptaba a sus propósitos. Un enemigo inmenso y deshumanizado que le daría valor épico a su gesta y que nunca lo defraudaría porque siempre estaría allí para oponérsele y para culparlo de todo. El imperio es el enemigo más conveniente para quien no pretende lidiar con el riesgoso antagonismo del juego político en el que unas veces se pierde y otras se gana.
Enfrentarse a un gigante que no se puede derrotar ni tampoco puede derrotarte porque en realidad no existe más allá de las construcciones febriles que se puedan hacer de él, te asegura para siempre el conflicto necesario y la supervivencia.