Desde que comenzaron los “tiempos modernos” hay una relación
estrecha e intensa entre historia y política. Mientras la historia
es configurada a partir de acontecimientos que son políticos o
tienen incidencia política (en la polis) la política es historia
viviente, librada a una endemoniada dinámica, imprevisible y
contingente. Vista así, toda historia política puede ser señalizada
con marcas que dan forma a los llamados periodos los que transcritos
en un libro conforman capítulos: espacios temporales que
dan cuenta de un comienzo y de un final, no de la historia sino en
una historia.
Preámbulo necesario para quienes venimos siguiendo el acontecer
venezolano bajo el régimen de Maduro. Pues con el llamado Macutazo
de mayo, todas las luces enfocan hacia el fin de ese periodo (o
sub-periodo) iniciado el 23 de enero del 2019 con la juramentación
de Juan Guaidó. “Macuto es la playa en la que vinieron a
desembocar los sueños de los que acompañamos en enero el
surgimiento de la esperanza” (Adriana Morán, online). El Macutazo,
así entendido, no fue un accidente o una simple “chapuza”. Fue
la continuación de una falsa línea emprendida durante el
periodo de Juan Guaidó.
Los capítulos de un libro de historia no son compartimentos
estancos. El "capítulo Guaidó" (lo vamos a llamar así) nació en un
campo labrado por la propia oposición la que, incapaz de levantar
una candidatura después de Santo Domingo, prefirió inmolar a su
máxima organización (la MUD), ceder paso a un Frente Amplio que
pasó sin pena ni gloria, renunciar a la vía electoral -la única
que conocía- y abrir el camino para que Maduro se hiciera del poder,
sin otro obstáculo que la simbólica candidatura de Falcón.
Hechos que tal vez obliguen a los políticos a “pasar la página”
cada vez que haya que comenzar de nuevo, aún a riesgo de convertirse
en amnésicos. No así para quienes escribimos las crónicas de esa
historia que nadie sabe cuando y como terminará. Y bien, sobre ese
espacio límbico, sobre esa política de la nada, sobre la más
grande y radical desesperanza, “nació” Guaidó y su simbólica
presidencia reconocida también de modo simbólico por cincuenta
países, no porque estuvieran de acuerdo con su estrategia (que no
conocían), sino por oposición a Maduro, emblema internacional de
todo lo que las democracias occidentales rechazan en sus propias
naciones.
Sin embargo, con Guaidó llegó la triada, conocida como “el
mantra”: fin de la usurpación – gobierno de transición –
elecciones. Vanos fueron los esfuerzos de los más lúcidos
pensadores venezolanos insistiendo hasta el cansancio en que poner en primer lugar “el fin de la usurpación” implicaba un llamado
insurreccional que solo podía consumarse mediante una fuerza armada
de la que no se disponía o por un ejército invasor que no existía.
Que siguiendo a esa abstrusa línea, la oposición abandonara el territorio
constitucional - precisamente aquel donde el régimen se mueve con
mayores dificultades- no importó demasiado a Guaidó y a los suyos. Más bien sucedió lo contrario: pronto aparecerían en su ficticia presidencia todos los rasgos del
extremismo endógeno. Primero, la farsa del 23 de febrero donde intentó una rebelión militar utilizando de modo burdo el
pretexto de la ayuda humanitaria. Después vino el 30-A con “el
golpecito” de la autopista, donde Guaidó no trepidó en convocar a
las masas para que sirvieran como carne de cañón a la aberrante
aventura dirigida por el “salidista” Leopoldo López. Finalmente,
la por unos llamada “chapuza” y por otros “macutazo de mayo”. La gota que colmaría el vaso.
Uno de los primeros en desmarcarse del “macutazo” fue Enrique
Márquez de UNT: “Me uno a las muy sensatas voces que rechazan las
mercenarias actuaciones de estos últimos días. No apoyo sicariatos
ni asaltos con escusas políticas. Eso no es política, es crimen.
Los detalles del contrato criminal dan asco. En esto no puede haber
medias tintas" (Twitter, 08.05)
Según el escritor Alberto Barrera Tyzska: “La “Operación Gedeón
se inscribe en la línea de las acciones que ha promovido en los
últimos tiempos Leopoldo López. Y es de nuevo un fracaso. Otra gran
chapuza. Es un atentado en contra de la institucionalidad que
legitima la oposición y que la vincula con la comunidad
internacional. Dinamita la confianza internacional y distribuye aún
más la desesperanza. Es una aventura que nos lleva a la peor de las
playas posibles, al lugar donde los civiles ya no tenemos ningún
poder. El grado cero de la política” (online) .
A su vez, el historiador Elías Pino Iturrieta afirmó: “Azar sin
plataforma, trato de piratas, el bochorno de Macuto y Chuao obliga al
liderazgo de la oposición a una mudanza de dirección” (online).
Son opiniones que sin duda reflejan un sentimiento cada vez más perceptible dentro de la oposición establecida.
Guaidó debe renunciar a su liderazgo, afirman muchos en las redes.
Y, efectivamente, les asiste razón: un líder del que jamás se
escuchó una directriz racional, que solo elabora frases épicas
en el peor estilo de la señora María Corina, que ha sumado
errores sobre errores, que no ha vacilado en presentarse
públicamente como portavoz de una potencia extranjera que lo utiliza
con fines electorales, en fin, un líder liderado por otros
liderazgos, no puede ser el representante de la oposición
democrática de ningún país.
Si Guaidó continúa al frente de la oposición, deberá pagar un
alto precio. De acuerdo con Jean Maninat: “Lo peor que le puede
pasar a un dirigente político es que lo traten con la
condescendencia del “peor es nada, es lo que tenemos y hay que
protegerlo” (online). Visto así, Guaidó podría ser, en el mejor
de los casos, un símbolo abstracto de la oposición. Un líder, si
alguna vez lo fue, ya no lo es. Le falta todo para serlo
No obstante, el problema no es tan simple. O dicho así: el problema
no comienza ni termina en Guaidó. Como escribiera el siempre cauto
Simón García: “Es natural cuidar a los líderes pero el primer
deber de ellos es proteger a la política” (online) De ahí que el
problema mayúsculo no sea Guaidó sino la política que hasta ahora
no ha representado Guaidó. Problema que a la vez puede ser
sintetizado en una pregunta, tal como la formulara Rafael G. Curvelo: "¿Cómo lograr reconstruir a la oposición para que sea una opción
fuerte ante el madurismo?” (online)
Reconstruir. Eso supone que la oposición está
destruida o mal construida. En estos momentos, todo apuntaría a lo
segundo. La oposición está mal construida pues, al parecer, no hay
una correspondencia entre una dirección que eligió la vía del
“épico fracaso” (Mibelis Acevedo,
online
) y un centro democrático hegemónico hasta el 2015. De lo que se trataría entonces es de
llevar a cabo un relevo hegemónico.
Para seguir hablando con datas,
mientras López/Guaidó han
hecho retroceder a la oposición a los años 2002 y 2005, el
centro deberá llevarla al momento anterior en que se produjo la
usurpación extremista, al 2015, con la conquista de la AN. Para que
esto se produzca, será necesario desatar una lucha interna destinada
a reconquistar la línea democrática, electoral, pacífica y sobre
todo, constitucional.
¿Adoptar una vía
constitucional frente a un régimen que se sienta en la Constitución
todos los días? Preguntarán algunos. Efectivamente: adoptar una
línea constitucional ante un gobierno constitucional es lo más
normal del mundo. Pero levantar una línea constitucional frente a un
gobierno que no respeta a la Constitución es un acto subversivo.
No la imposible insurrección anticonstitucional levantada por López/Guaidó, la que ha terminado por fortalecer al gobierno de Maduro, sino la que se deduce de una ley que es de todos y por eso mismo no es de nadie. Así lo hicieron los movimientos que pusieron fin al comunismo en Europa del Este. Así lo hizo Gandhi en India y Mandela en Sudáfrica. Así lo hicieron los chilenos del plebiscito de 1989. Así lo están haciendo los turcos frente a Erdogan. Así lo hicieron, hace muy poco tiempo, los bolivianos que terminaron expulsando a Evo al confrontar al ejército evista con su propia Constitución.
No la imposible insurrección anticonstitucional levantada por López/Guaidó, la que ha terminado por fortalecer al gobierno de Maduro, sino la que se deduce de una ley que es de todos y por eso mismo no es de nadie. Así lo hicieron los movimientos que pusieron fin al comunismo en Europa del Este. Así lo hizo Gandhi en India y Mandela en Sudáfrica. Así lo hicieron los chilenos del plebiscito de 1989. Así lo están haciendo los turcos frente a Erdogan. Así lo hicieron, hace muy poco tiempo, los bolivianos que terminaron expulsando a Evo al confrontar al ejército evista con su propia Constitución.
Naturalmente, la reconquista de la hegemonía constitucional no la
logrará la oposición democrática de modo fácil. La lucha interna
está programada. Pues no es una lucha de opiniones la que está en
juego sino dos concepciones diferentes de la política: una que no
concibe apartarse de la ciudadanía, que brega por la mayoría y que
busca regirse por la vía constitucional y pacífica. Otra que hace
de la política el escenario de gestas, que privilegia la
conspiración y la acción violenta por sobre las vías pacíficas y
constitucionales y que, no por último, rinde culto a “los hombres
fuertes”.
La unidad por la unidad no es política. Cuando más es un remedo de
unidad. La unidad política pasa por el esclarecimiento de las
diferencias y en muchos casos por rupturas inevitables. Pues quien
quiera una política sin rupturas deberá buscarla en el cielo. En esta tierra no hay ninguna.